La desaparición del califato de Córdoba en 1031 por falta de un prestigioso y respetado adalid, dio paso a la
fragmentación de al-Andalus en pequeños reinos llamados taifas, cada uno de los
cuales tenía su propio señor. En el interior, el poder de las ciudades lo
tuvieron los nobles de origen cristiano y árabe, la zona mediterránea desde
Almería hasta Tortosa fue dominada por linajes eslavos originarios del este de
Europa, y en el sur nacieron principados controlados por aristócratas
bereberes. Los más poderosos se impusieron y en la segunda mitad del siglo XI
sólo quedaron los reinos de Zaragoza, Badajoz, Toledo, Sevilla y Granada. Estas
guerras hicieron que reyes y nobles católicos intervinieran en muchos de los
conflictos andalusíes con sus ejércitos y que convivieran de manera intensa con
la sabiduría islamita...
Aprovechando la situación, y después de una lucha fraticida por el
poder con sus hermanos Sancho, García y Urraca, Alfonso VI de León y Castilla
asedió Toledo con sus tropas y la conquistó en 1085. Ante esta pérdida, los reyes islamitas de Badajoz, Sevilla y
Granada pidieron ayuda al emir almorávide Yusuf ibn Tasfin, que desembarcó en
Hispania con un gran ejército de bereberes y derrotó al de Alfonso VI cerca de
Badajoz en octubre de 1086, haciéndolo retroceder.
Con ayuda de los juristas
malikíes, la escuela jurídica musulmana más antigua, y del pueblo llano, harto
de pagar elevados impuestos a los reyes taifas para sufragar sus guerras y
caprichos, los almorávides conquistaron los reinos de Granada en 1090, Sevilla en 1091, Badajoz en 1094
y Valencia en 1102, convirtiendo a Granada en capital del unificado territorio
andalusí. Una vez asentados, los dirigentes almorávides practicaron una
intolerancia religiosa que provocó el retroceso cultural, la descomposición de
su heterogénea sociedad y la emigración de muchos judíos y cristianos unitarios
hacia el norte.
Reinos de taifas islamitas en Hispania entre años 1023 y 1091 |
Mientras sucedía esto en el sur, Alfonso VI y sus asesores ya se
habían ocupado de fundar las cecas de Toledo y León para acuñar su propia
moneda de vellón, de introducir las normas cluniacenses en los conventos de su
amplio reino castellano-leonés y de sustituir la liturgia mozárabe o toledana
de sus actos religiosos por la romana católica, significativamente distinta. La
liturgia mozárabe era seguida por diversos grupos cristianos, de los llamados
herejes o heterodoxos por la
Iglesia católica, que utilizaron el árabe en sus
celebraciones hasta la imposición del latín por la liturgia romana y
practicaron un sugestivo sincretismo con el resto de las llamadas Gentes del
Libro.
Alfonso VI reunió en dominios un ejército
poderoso para sus guerras, buena parte de él se la envió Felipe I, rey franco
de la dinastía de los Capeto. Entre sus filas había distinguidos caballeros de
origen franco emparentados con el rey catellano-leonés, como Raimundo de
Borgoña, Enrique de Borgoña y Raimundo de Tolosa, a quienes después de combatir
con él en Castilla y al-Andalus quiso recompensar sus servicios y casarlos con
tres hijas suyas. Raimundo de Borgoña recibió a doña Urraca y el condado de
Galicia, Enrique de Borgoña se casó con doña Teresa y se quedó los condados de
Portugal y Coimbra, y a Raimundo de Tolosa le entregó grandes riquezas por
desear volver a sus posesiones francesas. La intención de éste último, como la
de otros muchos soldados de los reinos católicos de Hispania, fue ser de los
primeros cruzados en partir hacia Constantinopla y Palestina para luchar contra los moros y
conquistar territorios.
Al final del siglo XI la
Orden de Cluny tenía más de mil monasterios repartidos por
toda Europa occidental. El Monasterio de Cluny, sede de esta orden conventual,
fue edificado en su mayor parte entre 1088
1130. Uno de sus principales patrocinadores fue el duque Guillermo IX de
Aquitania, quien luchó contra los islamitas en Palestina y cerca de Córdoba;
este noble occitano es considerado el primer trovador en lengua provenzal y
libertino por sus libidinosos escritos, fue excomulgado varias veces por ello y
más adelante matizaremos por qué. El primer papa cluniacense, Odo de Lagery,
subió al trono en 1088 con el nombre
de Urbano II. Al principio de su papado Urbano II no pudo entrar en Roma por la
presencia de Clemente III, otro papa escogido por Enrique IV, rey franco del
Sacro Imperio Romano.
Este monarca continuaba una disputa que enfrentaba a Iglesia e
Imperio, la llamada Querella de las Investiduras. En estas ceremonias de
nombramiento de obispos y abades, los soberanos laicos les concedían el anillo
y el báculo en vez de los jerarcas del clero. Con esta práctica, los reyes
tenían bajo control la autoridad y los bienes de estos prelados, ofreciéndoles
a cambio su protección. Esto facilitó que abades y obispos fueran dirigentes
civiles y vasallos de los reyes, a quienes interesaba mucho más la lealtad de
los religiosos que su integridad moral.
Este conflicto de altos vuelos hizo que Urbano II continuara la
política de la Iglesia
católica con mayor flexibilidad y diplomacia. Intentó minimizar la división
entre cristianos occidentales y orientales, fomentando las buenas relaciones
con el Imperio Romano de Oriente y la aversión contra los musulmanes: los
selyúcidas turcos en el este y los hispanos de al-Andalus en el oeste. Durante
el Concilio de Clermont (Clermont-Ferrand de Auvernia), celebrado el 27 de
noviembre de 1095, Urbano pronunció
un encendido discurso incitando a la cristiandad a su Primera Cruzada: una
guerra encarnizada en nombre de Dios contra pueblos paganos, herejes cristianos
y enemigos políticos de la
Iglesia de Roma.
Los soberanos de Castilla y León, Navarra y Aragón estaban muy
ocupados en combatir entre ellos mismos y con los islamitas fronterizos. Sin
embargo, el entusiasmo se apoderó de hispanos católicos de todas clases y
muchos fueron a combatir a Siria y Palestina. Tal fue el ardor guerrero de
estos convencidos que el papa Urbano II y su sucesor Pascual II se vieron
obligados a contener estas emigraciones y hacerlas regresar para guerrear
contra los andalusíes. Se sirvieron de sus bulas para amonestar a los hispanos
y, a la vez, concederles las mismas gracias e indulgencias que a los demás
cruzados.
En 1098, ante el absolutismo teocrático de Cluny que espantaba
gentes hacia las más respetuosas comunidades cátaras, un grupo de monjes
benedictinos de la abadía de Molesme inició una nueva orden monástica en Cîteaux
(del latín Cistercium), un denso bosque al sur de Dijon, en la Borgoña franca. Dirigidos
por al abad Roberto de Molesme, quisieron retomar un monaquismo más acorde con
las reglas que Benito de Nursia estableció en el siglo VI.
En sus comienzos rechazaron
los privilegios feudales y fueron seguidores de un rígido ascetismo y del
trabajo manual. Pero además estos monjes volvieron a establecer contacto con la Madre Tierra y, por primera vez
en mucho tiempo, la pequeña iglesia cristiana construida en el bosque de Cîteaux
se puso bajo el nombre de la Virgen María.
Los primeros cistercienses añadieron y destacaron así la devoción mariana del
cristianismo original al catolicismo: un retorno a lo femenino, a la raíz
religiosa del ser humano y semejante en apariencia a la filosofía y la organización
del catarismo.
Enterada de la consolidación de la provechosa reforma
cisterciense, la jerarquía católica ordenó a Roberto de Molesme abandonar Cîteaux
y regresar a Molesme. Pero Alberico, el segundo abad de Cîteaux, logró que el
papa Pascual II aprobara la Orden Cisterciense el año 1100. El tercer abad fue el británico Esteban Harding, a él se le
atribuye la redacción de su regla y la fundación de la Orden Cisterciense.
Él fue también quien encargó a sus monjes, con la ayuda de los rabinos judíos
de Borgoña, traducir y descifrar los textos sagrados hebreos traídos de
Jerusalén por los primeros cruzados en 1095. Los cistercienses mantuvieron el
cumplimiento riguroso de su regla en todos sus monasterios, para ello recibían
una visita anual del abad de Cîteaux y, una vez al año también, sus abades se
reunían en la boscosa abadía de Cîteaux.
El comienzo cisterciense coincidía con la
muerte del rey castellano-leonés Alfonso VI, que sucedió el año 1109 en Toledo, capital del reino de
sus antepasados visigodos. El trono lo heredó su hija Urraca I, fruto del
matrimonio de Alfonso VI con la noble franca Constanza de Borgoña, celebrado en
mayo de 1081. Urraca I había enviudado de Raimundo de Borgoña, conde de Galicia
y padre del futuro Alfonso VII el Emperador, y volvió a casarse con Alfonso I
el Batallador, rey de Aragón. Las desavenencias de este matrimonio salpicaron a
sus dominios y acabaron en guerra civil entre partidarios de Alfonso y de
Urraca... (sigue)
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