lunes, 4 de abril de 2005

Entre Taifas y Borgoñeses

La desaparición del califato de Córdoba en 1031 por falta de un prestigioso y respetado adalid, dio paso a la fragmentación de al-Andalus en pequeños reinos llamados taifas, cada uno de los cuales tenía su propio señor. En el interior, el poder de las ciudades lo tuvieron los nobles de origen cristiano y árabe, la zona mediterránea desde Almería hasta Tortosa fue dominada por linajes eslavos originarios del este de Europa, y en el sur nacieron principados controlados por aristócratas bereberes. Los más poderosos se impusieron y en la segunda mitad del siglo XI sólo quedaron los reinos de Zaragoza, Badajoz, Toledo, Sevilla y Granada. Estas guerras hicieron que reyes y nobles católicos intervinieran en muchos de los conflictos andalusíes con sus ejércitos y que convivieran de manera intensa con la sabiduría islamita...
 
Aprovechando la situación, y después de una lucha fraticida por el poder con sus hermanos Sancho, García y Urraca, Alfonso VI de León y Castilla asedió Toledo con sus tropas y la conquistó en 1085. Ante esta pérdida, los reyes islamitas de Badajoz, Sevilla y Granada pidieron ayuda al emir almorávide Yusuf ibn Tasfin, que desembarcó en Hispania con un gran ejército de bereberes y derrotó al de Alfonso VI cerca de Badajoz en octubre de 1086, haciéndolo retroceder.

Con ayuda de los juristas malikíes, la escuela jurídica musulmana más antigua, y del pueblo llano, harto de pagar elevados impuestos a los reyes taifas para sufragar sus guerras y caprichos, los almorávides conquistaron los reinos de Granada en 1090, Sevilla en 1091, Badajoz en 1094 y Valencia en 1102, convirtiendo a Granada en capital del unificado territorio andalusí. Una vez asentados, los dirigentes almorávides practicaron una intolerancia religiosa que provocó el retroceso cultural, la descomposición de su heterogénea sociedad y la emigración de muchos judíos y cristianos unitarios hacia el norte.

Reinos de taifas islamitas en Hispania entre años 1023 y 1091

Mientras sucedía esto en el sur, Alfonso VI y sus asesores ya se habían ocupado de fundar las cecas de Toledo y León para acuñar su propia moneda de vellón, de introducir las normas cluniacenses en los conventos de su amplio reino castellano-leonés y de sustituir la liturgia mozárabe o toledana de sus actos religiosos por la romana católica, significativamente distinta. La liturgia mozárabe era seguida por diversos grupos cristianos, de los llamados herejes o heterodoxos por la Iglesia católica, que utilizaron el árabe en sus celebraciones hasta la imposición del latín por la liturgia romana y practicaron un sugestivo sincretismo con el resto de las llamadas Gentes del Libro.

Alfonso VI reunió en dominios un ejército poderoso para sus guerras, buena parte de él se la envió Felipe I, rey franco de la dinastía de los Capeto. Entre sus filas había distinguidos caballeros de origen franco emparentados con el rey catellano-leonés, como Raimundo de Borgoña, Enrique de Borgoña y Raimundo de Tolosa, a quienes después de combatir con él en Castilla y al-Andalus quiso recompensar sus servicios y casarlos con tres hijas suyas. Raimundo de Borgoña recibió a doña Urraca y el condado de Galicia, Enrique de Borgoña se casó con doña Teresa y se quedó los condados de Portugal y Coimbra, y a Raimundo de Tolosa le entregó grandes riquezas por desear volver a sus posesiones francesas. La intención de éste último, como la de otros muchos soldados de los reinos católicos de Hispania, fue ser de los primeros cruzados en partir hacia Constantinopla y  Palestina para luchar contra los moros y conquistar territorios.

Al final del siglo XI la Orden de Cluny tenía más de mil monasterios repartidos por toda Europa occidental. El Monasterio de Cluny, sede de esta orden conventual, fue edificado en su mayor parte entre 1088  1130. Uno de sus principales patrocinadores fue el duque Guillermo IX de Aquitania, quien luchó contra los islamitas en Palestina y cerca de Córdoba; este noble occitano es considerado el primer trovador en lengua provenzal y libertino por sus libidinosos escritos, fue excomulgado varias veces por ello y más adelante matizaremos por qué. El primer papa cluniacense, Odo de Lagery, subió al trono en 1088 con el nombre de Urbano II. Al principio de su papado Urbano II no pudo entrar en Roma por la presencia de Clemente III, otro papa escogido por Enrique IV, rey franco del Sacro Imperio Romano.

Este monarca continuaba una disputa que enfrentaba a Iglesia e Imperio, la llamada Querella de las Investiduras. En estas ceremonias de nombramiento de obispos y abades, los soberanos laicos les concedían el anillo y el báculo en vez de los jerarcas del clero. Con esta práctica, los reyes tenían bajo control la autoridad y los bienes de estos prelados, ofreciéndoles a cambio su protección. Esto facilitó que abades y obispos fueran dirigentes civiles y vasallos de los reyes, a quienes interesaba mucho más la lealtad de los religiosos que su integridad moral.

Este conflicto de altos vuelos hizo que Urbano II continuara la política de la Iglesia católica con mayor flexibilidad y diplomacia. Intentó minimizar la división entre cristianos occidentales y orientales, fomentando las buenas relaciones con el Imperio Romano de Oriente y la aversión contra los musulmanes: los selyúcidas turcos en el este y los hispanos de al-Andalus en el oeste. Durante el Concilio de Clermont (Clermont-Ferrand de Auvernia), celebrado el 27 de noviembre de 1095, Urbano pronunció un encendido discurso incitando a la cristiandad a su Primera Cruzada: una guerra encarnizada en nombre de Dios contra pueblos paganos, herejes cristianos y enemigos políticos de la Iglesia de Roma.

Los soberanos de Castilla y León, Navarra y Aragón estaban muy ocupados en combatir entre ellos mismos y con los islamitas fronterizos. Sin embargo, el entusiasmo se apoderó de hispanos católicos de todas clases y muchos fueron a combatir a Siria y Palestina. Tal fue el ardor guerrero de estos convencidos que el papa Urbano II y su sucesor Pascual II se vieron obligados a contener estas emigraciones y hacerlas regresar para guerrear contra los andalusíes. Se sirvieron de sus bulas para amonestar a los hispanos y, a la vez, concederles las mismas gracias e indulgencias que a los demás cruzados.

En 1098, ante el absolutismo teocrático de Cluny que espantaba gentes hacia las más respetuosas comunidades cátaras, un grupo de monjes benedictinos de la abadía de Molesme inició una nueva orden monástica en Cîteaux (del latín Cistercium), un denso bosque al sur de Dijon, en la Borgoña franca. Dirigidos por al abad Roberto de Molesme, quisieron retomar un monaquismo más acorde con las reglas que Benito de Nursia estableció en el siglo VI.

En sus comienzos rechazaron los privilegios feudales y fueron seguidores de un rígido ascetismo y del trabajo manual. Pero además estos monjes volvieron a establecer contacto con la Madre Tierra y, por primera vez en mucho tiempo, la pequeña iglesia cristiana construida en el bosque de Cîteaux se puso bajo el nombre de la Virgen María. Los primeros cistercienses añadieron y destacaron así la devoción mariana del cristianismo original al catolicismo: un retorno a lo femenino, a la raíz religiosa del ser humano y semejante en apariencia a la filosofía y la organización del catarismo.

Enterada de la consolidación de la provechosa reforma cisterciense, la jerarquía católica ordenó a Roberto de Molesme abandonar Cîteaux y regresar a Molesme. Pero Alberico, el segundo abad de Cîteaux, logró que el papa Pascual II aprobara la Orden Cisterciense el año 1100. El tercer abad fue el británico Esteban Harding, a él se le atribuye la redacción de su regla y la fundación de la Orden Cisterciense.

Él fue también quien encargó a sus monjes, con la ayuda de los rabinos judíos de Borgoña, traducir y descifrar los textos sagrados hebreos traídos de Jerusalén por los primeros cruzados en 1095. Los cistercienses mantuvieron el cumplimiento riguroso de su regla en todos sus monasterios, para ello recibían una visita anual del abad de Cîteaux y, una vez al año también, sus abades se reunían en la boscosa abadía de Cîteaux. 

El comienzo cisterciense coincidía con la muerte del rey castellano-leonés Alfonso VI, que sucedió el año 1109 en Toledo, capital del reino de sus antepasados visigodos. El trono lo heredó su hija Urraca I, fruto del matrimonio de Alfonso VI con la noble franca Constanza de Borgoña, celebrado en mayo de 1081. Urraca I había enviudado de Raimundo de Borgoña, conde de Galicia y padre del futuro Alfonso VII el Emperador, y volvió a casarse con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón. Las desavenencias de este matrimonio salpicaron a sus dominios y acabaron en guerra civil entre partidarios de Alfonso y de Urraca... (sigue)


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