martes, 2 de febrero de 2010

Guerra de Segadores y ocupación de Montreal

La Guerra de los Segadores comenzo a partir del malestar que generaba en la sociedad catalana, etnia con reminiscencias cátaras relativamente recientes, la presencia y los abusos de tropas, fundamentalmente castellanas, durante las guerras entre Francia y España, enmarcadas dentro de la Guerra de los Treinta Años (1618–1648). Los hechos del Corpus de Sangre de 1640, desencadenados por el amotinamiento de un gran grupo de segadores que entraron en Barcelona y que conducirían a la muerte del conde de Santa Coloma (noble catalán y virrey de Cataluña), marcaron el inicio de este conflicto. Aunque hay asuntos en la trastienda que conviene rescatar y conocer, como la propaganda y los sermones creados y difundidos por el clero de la época: cizañando a los dos bandos y alentado a la guerra fraticida...

 

En 1641, tras la sublevación de Cataluña, el principado se puso bajo la protección de Francia y nombró conde de Barcelona a Luis XIII, hijo de Enrique IV de Francia y III de Navarra, y de María de Médici, quien sería padre del despótico y amanerado Luis XIV, apodado como el Rey Sol.


Los Segadores, cuadro de Antoni Estruch del año 1910

El escritor Jaime Rula Biescas nos aclara con pelos y señales la influencia decisiva de los clérigos católicos en este conflicto bélico y su preparación tras bambalinas, sobre todo por parte de los militares de la Comp@ñía de Jesus:

Todavía no se ha prestado suficiente atención a la participación del estamento eclesiástico en la contienda (de la Guerra de los Segadores entre 1640 y 1650). Se sabe, ciertamente, que algunos clérigos y teólogos catalanes alcanzaron notoriedad como propagandistas, ya fuera como autores de opúsculos de gran difusión, para legitimar «a los ojos del mundo» la causa del Principado; ya fuera mediante los correspondientes sermones institucionales, objeto, a su vez, de la pertinente impresión y divulgación.

El fraile agustino Gaspar Sala fue un prolífico —e incluso pionero— cultivador de ambos géneros, pues, además, de su célebre Proclamación católica (Barcelona, 1640), una obra patrocinada por el Consejo de Ciento barcelonés y que pudo ser «leída y recibida en gran parte del continente europeo», según K. Neumann, también dio a la imprenta el opúsculo intitulado Secrets públics (Barcelona, 1641), escrito en catalán y traducido a las lenguas castellana, portuguesa y francesa, así como un enfático sermón de San Jorge del año 1641, sobre la alianza entre Francia y Cataluña, entre otras obras suyas. Desde luego, Sala no era un caso insólito.

De un total de 24 textos propagandísticos publicados entre 1640 y 1646, todos ellos de autoría conocida y ciertamente significativos por una razón u otra, más de la mitad (catorce) eran obra de eclesiásticos; una proporción que se eleva considerablemente si no se toman en consideración los escritos del prolífico jurista Francisco Martí y Viladamor (con un total de seis títulos). Entre ellos, además del citado Sala, que se lleva indiscutiblemente la palma (con cinco opúsculos, y de los más difundidos), cabe citar a Antoni Marqués, otro agustino; Josep Font, sacristán de la iglesia parroquial de San Pedro de Ripoll; el franciscano Francisco Fornés, que llegó a ser «predicador y cronista de su Majestad Cristianísima »; el carmelita Josep de Jesús Maria, cronista asimismo del monarca francés y especializado en sermones sacro-políticos; y los teólogos Josep Sarroca y Josep Vallmajor. Todo ello, sin olvidar el dictamen inicial, emitido por una junta de eclesiásticos del Principado a instancias de la Diputación catalana, que daba luz verde a la resistencia por tratarse, según se decía, de una guerra «justa» o «defensiva». Ni, por supuesto, el conocido protagonismo en la contienda de Pau Claris, canónigo de la Seu de Urgel y presidente de la Generalitat en 1640.

Sin embargo, en la guerra catalana de separación hubo también muchos otros eclesiásticos, anónimos o apenas conocidos, que contribuyeron asimismo a enardecer los ánimos de los insurrectos, alentando a los combatientes, bendiciendo sus acciones y sancionando, llegado el momento, el subsiguiente cambio de lealtad dinástica; ya fuera desde el púlpito, ya fuera —incluso— al pie de las trincheras. En este trabajo se trata precisamente de ellos, así como de sus actuaciones respectivas. Pues, tal como sucediera en muchas otras sublevaciones populares y provinciales coetáneas, los eclesiásticos —cabe recordar— siempre tuvieron un papel preponderante en la interpretación de los acontecimientos; razón por la cual pudieron contribuir a darles un sesgo no previsto de antemano. Es más, en la Cataluña de 1640, los ardores de frailes y predicadores tuvieron bastante que ver con el cariz providencialista y algo apocalíptico que adoptara en ocasiones el levantamiento popular contra los tercios de Felipe IV, así como los primeros compases de la guerra catalana de separación.

Una de las conocidas «empresas» de Saavedra Fajardo, inscrita en su Idea deun príncipe político cristiano, una obra concebida en vísperas de las revueltas provinciales de la Monarquía Hispánica del año 1640, prevenía a los gobernantes sobre la influencia de los predicadores, esos «intérpretes entre Dios y los hombres», en el vulgo: «Con ellos —escribía este conocido polígrafo y diplomático español— es menester que esté muy advertido el príncipe, como con arcabuces por donde entran al pueblo los manantiales de la doctrina saludable o venenosa». En otras palabras, «Dellos depende la multitud, siendo instrumentos dispuestos a solevalla o a componella, como se experimenta [hoy] en las rebeliones de Cataluña y Portugal». La alusión a la revuelta catalana, ¿hasta qué punto puede considerarse exacta?

Desde luego, la Iglesia —o la clerecía— catalana no reaccionaron unánimemente ante los acontecimientos (promoviendo así la dualidad y la extensión del conflicto armado). En términos generales, puede decirse que los obispos de las diócesis del Principado se mantuvieron francamente leales a Felipe IV; mientras que los inquietos cabildos catedralicios, con bastantes cuentas pendientes con sus prelados, además de con el fisco real, se alinearon a menudo en el bando de las instituciones catalanas e incluso de la secesión dinástica. Por su parte, las distintas órdenes religiosas siempre procuraron guardar las apariencias. Sus superiores, así como los capítulos provinciales de aquellos años, instaban a los suyos a mantenerse al margen de la contienda, pues, «grave yerro sería si a ninguno de los nuestros le cogiesen en la menor inadvertencia».

De este modo, el general de la Compañía de Jesús, Muzio Vitelleschi, ordenaba que «de ninguna manera, ni de palabra ni por escrito, ni en púlpito o conversaciones particulares, se descuiden [los padres] en cosa que pueda ser de aprobación o fomento del fuego que se ha encendido», como pudiera ser, precisaba, «decir que al rey se le tiene la debida sujeción, pero que la oposición es con el mal gobierno de los ministros: estilo y frasi[s] con que han comenzado casi todas las rebeliones y tumultos que se saben».

Por su parte, el capítulo provincial de la orden capuchina del año 1643 aprobaría una disposición según la cual, para evitar en adelante los «desórdenes» acaecidos hasta entonces, los miembros de la orden no podrían tratar de las «materias corrientes» desde el púlpito sin licencia de sus superiores, so pena de «suspensión del oficio de la predicación y otras penitencias acordes con la calidad del exceso». Todo ello ante el pasmo y el escándalo del visitador francés (y por entonces virrey de Cataluña) Pedro de Marca, quien no dudaría en convocar a todos padres los provinciales y superiores del Principado para instarles a «aconsejar y animar [a] los pueblos en sus sermones a guardar la fidelidad al Rey de Francia]»; a quien, además, había que citar por su nombre, a saber: «Rey Luis», y no rey «en abstracto».

Con todo, los aludidos no se dejaron intimidar; ni por unos ni por otros. Diez años después, cuando Barcelona volvía a estar en manos de Felipe IV pero la guerra con Francia aún no había concluido, un capítulo provincial de la orden capuchina reiteraba la prohibición de ocuparse de política, aunque por si acaso adoptaba un prudente o sinuoso accidentalismo dinástico, consistente en «hablar siempre a favor de España y de nuestro rey… sin menoscabo de Francia, así como los que viven en tierras [catalanas] sujetas [aún] a Francia, es bien que hablen a favor de Francia, sin menoscabo de España». Al año siguiente, toda cautela parecía poca, razón por la cual el capítulo provincial decretó, a su vez, que los frailes limosneros que fueran a la ciudad no inquirieran ni reportaran noticias sobre la guerra en curso.

Pero si las órdenes religiosas, como tales, «colaboraron activa y ardientemente al restablecimiento de la tranquilidad [pública]», tal como sugieren, a tenor de disposiciones semejantes, algunos autores, no es menos cierto que ni sus superiores ni las severas sanciones impuestas periódicamente no pudieron evitar la implicación en grados diversos —y a título individual, si se quiere— de un buen número de religiosos. Alguno de ellos, como el jesuita Jaume Puig, ya se había significado por su patriotismo (o «afición a Cataluña») en años anteriores (1626).

Ahora, una vez consumado el divorcio con Felipe IV, se convirtió en uno de los propagandistas borbónicos más activo, llegando a ser nombrado predicador oficial del rey cristianísimo. Lo mismo puede decirse del ya citado agustino Gaspar Sala, exrector del Colegio de San Guillermo de Barcelona (en 1630) y autor —además de la mencionada Proclamación católica— de una serie de escritos declaradamente pro-franceses. En una carta dirigida al padre provincial de los agustinos, fechada a finales del mes de mayo de 1640, Felipe IV se lamentaba ya de que «en ocasiones semejantes a la que sucede en la Provincia de Cataluña… suelen con celo indiscreto ocasionar en el pueblo los religiosos mayores inquietudes»; por ello, añadía imperativamente, «los que os pareciere que pueden causar este inconveniente… [será bien] mudéis a conventos [de] fuera de Cataluña».

Pero si hubo un colectivo religioso fuertemente implicado en el conflicto, éste parece haber sido la familia franciscana en general y la orden capuchina en particular. Así, en una carta fechada a principios del mes de agosto de 1640, el propio Felipe IV se quejaba de que «en Cataluña… casi todos los religiosos… obran con tanto escándalo… que no sólo se apartan de su instituto en sus sermones, pláticas y confesiones… sino que asisten a fortificaciones como si [se] previnieran para la guerra contra [los] infieles», precisando a continuación que «la de san Francisco ha procedido en esta parte con grande inconsideración, y así conviene reprimir y castigar mucho». Ciertamente, del capuchino fray Ermengol de Montblanc, definidor y custodio provincial del Rosellón, se sabía que no había dudado en denunciar en su día y en sus sermones los inclementes bombardeos (a mediados del mes de junio de 1640) de la villa de Perpiñán por parte del marqués Geri de la Rena, general de la artillería de Felipe IV.

Unos pocos meses después, otro capuchino, fray Gervasio de Monistrol, sería designado maestro de obras en la fortificación de la montaña de Montjuïc, en vísperas del asedio de la capital catalana (a finales de enero de 1641). Quizá por estos y otros antecedentes, cuando cesó la contienda y el Principado —o su capital, Barcelona— regresaron a manos de Felipe IV, la represión subsiguiente se cebó ante todo en los miembros de dicha orden; con la complacencia, dicho sea de paso, si no instigación inclusive, de la orden dominicana, quizá la más fiel a Felipe IV a lo largo de todo el conflicto.

Así, aunque la depuración del clero regular no conocería excepciones, tal como demostraron las visitas correspondientes a los distintos establecimientos del Principado, en el caso particular de los capuchinos se llegó a sopesar la erradicación entera de la orden en el Principado, dado que «casi todos ellos», se decía, «han cooperado contra el servicio de su Majestad», habiendo sido «gran parte en los aumentos y progresos de las armas francesas en Cataluña», según aseguraba el Consejo de Aragón. Las reiteradas andanadas contra los capuchinos denunciaban que éstos habrían actuado «conmoviendo, con lo estrecho de la religión y de la devoción, que la tienen en la provincia, a toda hostilidad, predicando, exhortando y tomando las armas, [y] mostrándose a los pueblos [como] soldados de Dios», siempre según los ministros del Consejo de Aragón…

…En la aciaga jornada del 22 de mayo, que acabó con la muerte del consejero Antoni Illa, una improvisada procesión de frailes capuchinos y trinitarios descalzos, además de algunos jesuitas, todos ellos parapetados tras el crucifijo y la custodia de rigor, y entonando cánticos (el miserere) y jaculatorias (¡misericordia¡), consiguieron salvar in extremis de las llamas las viviendas y las pertenencias de otras autoridades locales. Así, pues, la religión, en realidad, era un arma de doble filo: tanto podía neutralizar como azuzar la revuelta.

De ahí, entonces, la importancia del aval eclesiástico a las actuaciones de los somatenes rurales durante la primavera del año 1640, rubricado —como se verá más adelante— con la solemne excomunión de los tercios de Leonardo Moles por parte del obispo de Gerona, a raíz del incendio de la iglesia de Riudarenes. A su vez, la sanción religiosa de la revuelta popular fue también decisiva en otro sentido, pues, con su peculiar lectura de los acontecimientos, rápidamente asimilados a una suerte de lucha épica contra la herejía, los eclesiásticos reforzaron un determinado curso de acción y contribuyeron a encauzar aquéllos en una dirección no necesariamente prevista de antemano.

Fue así como la tesis catalana de un «alboroto católico» acabó por imponerse a cualquier otra visión o narrativa del conflicto, al socaire de la exaltada atmósfera providencialista que se arrastraba desde la declaración de hostilidades entre Francia —la potencia «herética»— y España —todo lo contrario, en suma— en el año 1635.

 
 
El año 1641, un año después de comenzar la Guerra de los Segadores en Cataluña (1640), la Compañía de Jesús envió a un grupo de misioneros jesuitas y de militares armados con el objetivo de colonizar la isla de Montreal, situada entre los ríos San Lorenzo y Otawa, catolizar a los nativos locales y controlar su explotación y el comercio de pieles.

En 1642, un grupo misionero jesuita, compuesto por cerca de 50 personas, desembarcó en la isla y construyó un fuerte, estableciendo la Villa María de Montreal (Ville Marie de Montréal)… Los iroqueses atacaban continuamente el fuerte, esperando destruir el entonces rentable comercio de pieles que mantenían los franceses con los algonquinos y hurones, rivales de los iroqueses. A pesar de estos ataques, Montreal prosperaba como centro católico de comercio y venta de pieles, así como de base central para la explotación de otras regiones de la Nueva Francia.

Canadá fue evangelizado por jesuitas francos o franceses. La inmensidad del territorio, el clima y la hostilidad de los hurones e iroqueses convirtieron a la canadiense en una de las misiones más difíciles de la Compañía. No faltaron mártires como los Padres y Hermanos Jean Brebeuf (martirizado en 1649), Noël Chabanel (1649), Antoine Daniel (1648), Charles Garnier (1649), René Goupil (1642), Isaac Jogues (1646), Jean de Lalande (1646) y Gabriel Lalemant (1649).

Esta misión incluyó territorios que hoy pertenecen al Estado de New York y consiguió convertir a miles de hurones, no así a los iroqueses, que siempre fueron muy feroces y hostiles hacia los misioneros y colonizadores europeos.

Asimismo, Mississippi fue explorado y evangelizado por jesuitas franceses. Entre ellos destacó el Padre Jacques Marquette (1637-75) quien, con el explorador Louis Jolliet fue el primer europeo que recorrió y cartografió el río Mississippi desde el territorio norteño de Nueva Francia (1673). Fundó algunos poblados en Nueva Francia (actual Estado de Michigan).

Jacques Marquette (1637-1675), misionero francés y explorador del continente americano, nacido en Laon, al norte de Francia. Desembarcó en Quebec en 1666 y pasó los 18 meses siguientes estudiando los lenguajes amerindios. Fundó una misión en Sault Sainte Marie (hoy en Michigan) en 1668 y permaneció en La Pointe (Wisconsin) entre 1669 y 1671.

Los siux le obligaron a huir a Mackinac (actualmente Michigan), donde fundó una misión en Point San Ignacio (hoy San Ignacio). Allí fue visitado por el explorador francés Louis Jolliet, a quien acompañó en un viaje de exploración al río Mississippi, junto con otros cinco miembros, zarpando en mayo de 1673; llegaron al Mississippi el 17 de junio y viajaron al sur del río Arkansas antes de iniciar el viaje de regreso. Más tarde, Marquette trabajó como misionero entre los pueblos illinois...

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