Este pensamiento ilustrado sufre una metamorfosis clara que va desde sus inicios con el laicismo libertario de la Enciclopedia y el racionalismo, pasa por el socialismo democrático y desemboca en nuestros días en el llamado progresismo que se expresa en la ideología de la cancelación, como bien lo hace notar el muy buen pensador español José Javier Esparza; ideología que consiste en aquella convicción según la cual la felicidad de las gentes y el progreso de las naciones exige cancelar todos los viejos obstáculos nacidos del orden tradicional.
 
La gran bandera del pensamiento progre es y ha sido la de los derechos humanos, donde ya se habla de derechos de segunda y tercera generación. Esta multiplicación de derechos humanos por doquier ha logrado un entramado, una red política e ideológica que va ahogando la capacidad de pensar fuera de su marco de referencia. Así el pensamiento políticamente correcto se basa necesariamente en los derechos humanos, y éstos en aquél cerrando un círculo hermenéutico que forma una ideología incuestionable.
 
Esta alimentación mutua se da en todas las formulaciones ideológicas que se justifican a sí mismas, como sucedió con la ideología de la tecnología en los años sesenta, donde la tecnología apoyada en la ciencia le otorgaba a ésta un peso moral que no tenía, hasta que la tecnología llevaba a la práctica o ponía en ejecución los principios especulativos de aquélla.
 
Se necesita entonces una gran quiebra, una gran eclosión, el surgimiento de una gran contradicción para poder romper esta mutua alimentación. Mutatis mutandi, Thomas Khun hablaba de quiebra de los paradigmas, claro que no para hablar de este tema, sino para explicar la estructura de las revoluciones científicas.
 
Los derechos humanos, tal como están planteados hoy por los gobiernos progresistas, están mostrando de manera elocuente que comienzan a hacer agua, a entrar en contradicciones serias. En primer lugar, estos derechos humanos de segunda o tercera generación han dejado o han perdido su fundamento en la inherencia a la persona humana para ser establecidos por consenso. Consenso de los lobbies o grupos de poder que son los únicos que consensuan, pues los pueblos eligen y se manifiestan por sí o por no. Aut- Aut, Liberación o dependencia, Patria o colonia, etc. Por eso hoy se multiplican por cientos: derecho al aborto, al matrimonio gay, a la eutanasia, derecho a la memoria por sobre la historia, a la protección a las jaurías de perros que por los campos matan las ovejas a diestra y siniestra (en la ciudad de La Paz — en Bolivia— hay 60.000 perros sueltos). Cientos de derechos que se sumaron a los de primera generación: a la vida, al trabajo, a la libertad de expresión, a la vivienda, al retiro digno, a la niñez inocente y feliz, etc.
 
Ese amasijo de derechos multiplicados ha hecho que todo el discurso político progre sea inagotable. Durante horas Zapatero y cualquiera de su familia ideológica pueden hablar sin entrar en contradicciones manifiestas y, por supuesto, sin dejar de estar ubicados siempre en la vanguardia. La vanguardia es su método.
 
Pero cuando bajamos a la realidad, a la dura realidad de la vida cotidiana de los ciudadanos de a pie de las grandes ciudades, nos encontramos con la primera gran contradicción: estos derechos humanos, proclamados hasta el hartazgo, no llegan al ciudadano. No los puede disfrutar, no nos puede ejercer.
 
El ciudadano medio hoy en Buenos Aires no puede viajar en colectivo (bus) porque no tiene monedas, es esclavizado a largas colas para conseguirlas. Es sometido al robo diario y constante. Viaja en trenes desde los suburbios al centro como res, amontonado como bosta de cojudo. Las mujeres son vejadas en su dignidad por el manoseo que reciben. Los pibes de la calle y los peatones sometidos al mal humor de los automovilistas (hay 8000 muertes por año). Llevamos el record de asesinatos, alrededor de 12.000 al año. Los pobres se la rebuscan como gato entre la leña juntando cartón y viviendo en casas ocupadas en donde todo es destrucción. Quebrado el sistema sanitario, la automedicación se compra, no ya en las farmacias, sino en los kioscos de cigarrillos. El paco y la droga al orden del día se lleva nuestros mejores hijos, mientras que la educación brilla por su ausencia con la falta de clases (los pibes tienen menos de 150 días al año). 
 
Siguiendo estos pocos ejemplos que pusimos, nos preguntamos y preguntamos: ¿dónde están los derechos humanos a la libre circulación, a la seguridad, a la dignidad, a la vida, al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la moralidad pública, a los 180 días de clases que fija la ley? No están ni realizados ni plasmados, y  no tienen ninguna funcionalidad político social, como deberían tener. Así los derechos humanos en los gobiernos progresistas son derechos declamados, no realizados. Es que este tipo de gobiernos no gobiernan, sino que simplemente administran los conflictos, no los resuelven.
 
En este caso específico, los derechos ciudadanos mínimos han sido lisa y llanamente conculcados. La dura realidad de la vida así nos lo muestra, y el que no lo quiera ver es porque simplemente mira pero no ve.
 
La gran contradicción de lo políticamente correcto en su relación con los derechos humanos en su versión ideológica es que éstos, por su imposibilidad de aplicación, han quedado reducidos a nivel de simulacro. Hoy gobernar es simular.
 
Y acá surge la paradoja que en nombre de una multiplicidad infinita de derechos humanos, estos mismos derechos de segunda o tercera generación han tornado irrealizables los sanos y loables derechos humanos que tenían su fundamento en las necesidades prioritarias de la naturaleza humana. Han venido a ser como el perro del hortelano que no come ni deja comer. Todo esto tiene solo una víctima: los pueblos, las masas populares que padecen el ideologísmo de los ilustrados que los gobiernan.
 
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