Judea pasó a ser provincia del Imperio alejandrino de la antigua
Grecia y el favor mostrado por Alejandro y sus sucesores hacia los judíos hizo
que cientos de ellos emigraran a la nueva población para convivir, sobre todo,
con griegos y egipcios. Alejandría se convirtió así en la ciudad portuaria más
importante de la Antigüedad
gracias a su intenso y fluido comercio. Una de las maravillas alejandrinas era su extraordinaria
Biblioteca, pero no como una biblioteca de las de hoy, pues no tenía libros
sino rollos o papiros y a ella no tenía acceso cualquiera, sino personajes
elegidos de castas aristocráticas conocedores de la Magna Ciencia, un
conjunto de enseñanzas reunidas por las sociedades antiguas que superaban
nuestro actual y global entendimiento...
La Biblioteca nació de una construcción llamada
Museo: templo de las musas, las nueve diosas del Arte y la Magna Ciencia, hijas de Zeus y
Mnemósine, la diosa de la memoria. El Museo tenía varias partes donde vivían y
trabajaban los sacerdotes del conocimiento, sabios que no estuvieron a salvo de
envidias y disputas pese a reunir la mayor colección de textos del mundo
precristiano.
Esta basílica del conocimiento fue fundada por el exgeneral de
Alejandro Magno y macedonio Ptolomeo I Sóter después de proclamarse rey de
Egipto el año 305 a.C. Y ampliada por su hijo Ptolomeo II
Filadelfo que la enriqueció con cientos de obras de todas las ramas del saber
terrestre y cósmico, incluyendo la traducción al griego de la Torah y otros libros
sagrados judíos. La
Biblioteca disponía de un anexo, el templo de Serapis o
Serapeion, con cientos de documentos añadidos.
Reprresentación de la extraordinaria Biblioteca-Museo de Alejandría |
Sus textos contenían secretos sobre la esotérica evolución del espíritu humano, pues Serapis era dios relacionado con Osiris, Hermes y Hades, divinidad de griegos, egipcios y judíos en el siglo III a. C. Por la petición del rey Ptolomeo II Filadelfo y el permiso del sumo sacerdote judío de Jerusalén, se añadió a la Biblioteca la traducción al griego del Antiguo Testamento hebreo. Para el trabajo fueron designados setenta traductores cuyo número hizo llamar Septuaginta a esta edición.
Existió otra importante biblioteca-santuario en Pérgamo (actual
Bergama turca) que imitó a la de Alejandría, rivalizó con ella y convirtió a
Pérgamo en capital cultural y religiosa de Asia Menor. Fue promovida por el rey
macedonio Atalo I Sóter (241-197
a.C.) y su hijo Eumenes II, que añadió un altar a Zeus,
soberano de los dioses olímpicos.
La Biblioteca de Pérgamo nos legó el pergamino: superficie plana de gran
calidad y duración hecha para escribir con pieles de animales como cabras u
ovejas, y sufrió invasión, expolio y devastación como su homónima alejandrina.
A principios del siglo III a.C., la Roma republicana iba ganando
terreno y poder a sus pueblos vecinos. Hasta entonces no había enfrentado sus
legiones contra las polis griegas ni era parte de grandes acontecimientos
bélicos en el Mediterráneo. Pero eso cambiaría poco después con las Guerras
Pírricas.
La polis griega de Turios, situada en el golfo de Tarento y bañada
por el mar Jónico, pidió ayuda militar a la República romana el año 282 a.C. para solucionar los problemas
territoriales que tenían con Lucaria (hoy Basilicata), donde vivía la tribu
itálica de los lucanos.
Roma no tardó en enviar una flota llena de legionarios
comandados por el patricio Cayo Fabricio Luscinio y derrotar en la batalla a
los lucanos. La presencia romana es esas tierras incumplió un pacto hecho entre
Roma y la polis de Tarento (situada al este del golfo) que prohibía la
intromisión de barcos romanos en sus aguas.
Los tarentinos griegos atacaron a la flota romana y consiguieron
derrotarla. Luego arremetieron contra los turios griegos por aliarse con Roma,
ocuparon su polis y expulsaron a los legionarios. Roma envió embajadores a
Turios para pactar y pedir compensaciones por los daños infringidos, pero los
diplomáticos fueron maltratados y rechazadas sus peticiones. Los romanos
respondieron con una declaración de guerra contra Tarento.
Los tarentinos se encontraba en inferioridad numérica frente a la República romana y
pidieron apoyo militar al rey griego Pirro de Epiro (región de Grecia cercana
al tacón de Itálica). Y Pirro, que tenía intención de imitar las conquistas
efectuadas por el macedonio Alejandro III el Magno unas décadas atrás,
desembarcó el año 280 a.C. cerca de Tarento con un gran
ejército compuesto por elefantes adiestrados para la guerra y unos veinticinco
mil hombres, ganando a los romanos dirigidos por el cónsul Publio Valerio
Levino en la batalla de Heraclea (polis griega entre Tarento y Turios).
El rey Pirro y sus tropas tuvieron otro gran enfrentamiento
bélico, que también ganaron, contra los
cónsules (cuyo significado literal es “los que caminan juntos” y eran nombrados
cada año por el Senado romano) Publio Decio Mus y Publio Sulpicio Saverrión en
la batalla de Asculum o Ásculo (la actual Ascoli Satriano), ciudad situada más
al norte. A pesar de estas dos victorias, los muertos en los combates fueron
muchos, también por parte de los griegos.
En el volumen IV de su obra Vidas Paralelas, Lucio Mestrio
Plutarco cuenta que Pirro afirmó cuando vio diezmadas sus tropas y fuerzas de
combate por los romanos: “Otra victoria como ésta y estará todo perdido”. De
aquí viene la expresión “victória pírrica”, empleada para definir una ganancia
o éxito que acaba siendo desfavorable o perjudicial.
Pirro de Épiro envió una embajada a Roma el año 279 a.C. para negociar, pero sus senadores
republicanos rechazaron pactar mientras las tropas griegas continuaran
acechando su territorio. Para cortar el avance de las tropas de Pirro por el
oeste, los romanos decidieron establecer su cuarto y último tratado como
aliados con Cartago, entonces con una base comercial en Erice (Sicilia) acosada
por los griegos... (sigue)
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