martes, 1 de octubre de 2019

Para que no se aburra (o algo parecido)

No puedo evitar que venga siempre a mi memoria aquella historia mientras me aburro en algún momento baldío. Qué le voy a hacer. El hecho al que me refiero trata de una reunión familiar fuera de la foto de familia aparcada sobre el mueble de un salón, de descendientes del mismo árbol genealógico cuyo frondoso follaje se diversifica y retuerce tanto que impide reconocerse y esclarecer con precisión el tronco común del que parte. Si se me permite, la voy a contar sin dilación y con más detalles, para evitar que cualquiera se aburra como yo y ese tedio llegue a ser un problema que derive en pensamientos negativos, fantasías sin sentido o agobiadoras depresiones de mucha presión...
 
Comenzó un buen día en el que recibí la grata sorpresa de una carta como caída del cielo. Estaba escrita por mi primo Juan de Dios con un bello propósito. Entre sus letras me contaba que se había encontrado con nuestro primo Moisés. No se veían desde hacía mucho tiempo y estuvieron charlando un buen rato y recordando algunas de las pocas reuniones familiares de antaño. Qué tiempos aquellos.

Al contrario de como suele suceder en otras ocasiones, no se quedó ahí la cosa. Puesto que quedaban unos meses para la celebración del cien aniversario de nuestra abuela Clara, se les ocurrió hacer una gran celebración en su honor con la participación de todos los miembros de la familia. Era una empresa que necesitaba mucho tiempo, empeño y trabajo. Pues al principio se les pasó por la cabeza que alguien pudiese no asistir arguyendo cualquier motivo como pretexto.

Pensaron, además, en la posibilidad de que la abuela nos dejara de imprevisto antes de su próximo cumpleaños, al dar su último suspiro por tantos años soportados en esta vida, y pasara a la otra sin celebrar su centenario con toda su progenie. Pero ese pensamiento se desvaneció al hacer balance de todos los hermanos, primos, cuñados, nueras, hijos, sobrinos, nietos, e incluso bisnietos que la inminente centenaria había enterrado ya. Los propios banqueros y juristas, gentes de pocos escrúpulos y tieso semblante que llevaban fielmente los asuntos financieros de la abuela desde hacía decenios, se sobrecogían recientemente al comprobar la perenne e inquebrantable firmeza de los trazos grafológicos de su firma sobre los documentos que la requerían.

Además, suponiendo que ella hubiese desaparecido así, de repente, que es demasiado suponer, yo no habría tenido la oportunidad de disfrutar, saber y aclarar algunas cosas interesantes para mí. Pues a mis abiertos ojos y orejas llegaron circunstancias y comentarios esclarecedores desde los rincones más insospechados.

Lo primero que hicieron mis dos primos fue reconstruir nuestro frondoso árbol genealógico y recopilar una base de datos familiar con nombres, parentescos, características y direcciones. Esta última parte les resultó un poco problemática porque algunos parientes vivían lejos. Para evitar que éstos tuvieran problemas o una excusa ideal para no asistir a la ceremonia, decidieron enviar, junto con la invitación, un extracto contable resumido y puesto al día con las propiedades, acciones bancarias y el capital de la tatarabuela.

La fecha del aniversario era, y sigue siendo, en agosto. Ese año concretamente caía en sábado, por lo cual decidieron acondicionar para tal menester la gran y vieja casa donde pululamos muchos de los hijos, nietos, bisnietos y tataranietos.

La sorpresa en este caso era imposible. Y digo imposible porque nada habría sido admitido sin exponerle a la matriarca desde el primer momento la idea detallada, pedirle permiso y tener su correspondiente beneplácito. El asunto costó más de lo que muchos puedan imaginar.

Semanas antes, con motivo del acontecimiento previsto, tuve oportunidad de cambiar impresiones y de volver a encontrarme con familiares que vivían a un tiro de piedra de nosotros, como era el caso de mi primo David y de su mujer Verónica, pero que, a pesar de la cercanía de sus viviendas, hacía años que yo no los veía por falta de tiempo y, sobre todo, por dejadez.

Cándida, mi mujer, decía que el verdadero problema no es que vivieran a un tiro de piedra, el verdadero problema es que tenían una pedrada en la cabeza por sus desaires y presuntuoso comportamiento. Reconozco que, en parte, tenía razón. Lo que no me gustaba demasiado, y por lo que tuvimos más de una bronca en casa, era la forma en que tenía de decir las cosas. Las soltaba tal cual, sin pensarlas dos veces. Cuando uno se relaciona con los demás tiene que pensar bien lo que dice, al menos dos veces, y no decir lo que piensa, esto último no suele llevar a buen puerto ni traer buenas mercancías.

II
Una vez realizados todos los preparativos, llegó el mes de agosto y el día de la gran reunión. No faltó absolutamente nadie, nunca había habido reunión familiar en mi familia en la que no faltase alguien por cualquier motivo. El número cien, junto con el extracto contable abreviado y diáfano, pudo disipar muchas dudas y desganas.

Nadie apareció en la reunión sin llevar puestas sus mejores galas para intentar impresionar. Nadie parecía tener problemas de ningún tipo. Todo eran sonrisas, besos y abrazos. Todos pretendían aparentar, lucir o encandilar más allá de su natural encanto y dotes de persuasión. Entre tanto deslumbre, todo el mundo saludaba a la abuela fingiendo complacencia. Al darle la espalda, y sin poderlo remediar, muchos agriaban automáticamente su expresión.

Un gran número de las parejas que allí había era producto de estudiado interés o de antiguos acuerdos familiares entre la abuela Clara y otros poderosos terratenientes. Siempre me dio la sensación de que ninguno de los matrimonios consumados, o consumidos, tuvo la oportunidad de diluir, cancelar o permanecer al margen de esas negociaciones con su amor. A pesar de ello, nadie, en ninguna de esas condicionadas bodas, interrumpió sermón, rezos, bendiciones u hostias, y todos decidieron callar para siempre aunque tuviesen algo muy importante que decir al respecto.

Hay que reconocer que no es cosa fácil mover el culo una vez que uno se acostumbra a lo cómodo. Y menos cuando se ha nacido entre algodones recolectados por otros sudores, y con un pan y la panadería que lo fabricó debajo del brazo, y otros rentables negocios en expansión debajo del otro brazo.

Mi primo Jesús me respondió al hacerle yo un inofensivo comentario relacionado con ese tema:
- Diles lo que quieran oír, muéstrales lo que quieran ver y haz lo que debas hacer.

Dicen que es un signo de madurez el elegir lo que a uno más le conviene. Si es así, mi familia es la madurez del mundo porque la conveniencia siempre ha predominado sobre cualquier otro aspecto de la vida.

También hay quien relaciona la madurez y la estabilidad personal con el tener coche, casa, mujer e hijos. Pues bien, en mi familia no había nadie que no los tuviese. La mayoría tenían varios coches, varias casas, varios hijos y varias mujeres.

Más de un pariente varón me preguntó, intentando hacer una broma con ello, por mis cándidas relaciones con mi mujer. Y otros, haciendo una pequeña variación del mismo pitorreo, que si después de tantos años mi mujer seguía siendo tan cándida como al principio.

La gran mayoría de las parejas allí reunidas perdieron pronto el poco interés inicial por las personas que nunca amaron ni quisieron conocer. Tenían amantes en nóminas clandestinas para intentar llenar un vacío que de esa forma no hacía sino vaciarse aún más.

Con infidelidad o sin ella, no siempre una parte masculina busca otra femenina. Admitidas o no, como en toda regla caben excepciones que la confirman. Entre ellas se podía meter a mi primo José Pablo y a mi prima Amelia. Asistieron los dos a la boda con pareja. Él trajo a una tal Mercedes y ella a un tal Jorge. Sus presencias, a pesar de estar dentro de la apariencia normal, despedían un aroma diferente. Después de besar a la abuela y presentarle a sus respectivos acompañantes, las dos parejas permanecieron con sus pares oficiales, públicamente heterosexuales, casi todo el tiempo. Pero, durante casi toda la mañana, Mercedes no hizo otra cosa que cruzar su mirada con la de Amelia y Jorge con la de José Pablo.

A pesar de notarse si se ponía atención, su discreción pudo alejar las dudas iniciales al conjunto de los presentes. Mis dudas también se alejaron del todo al ver a los varones besándose con ternura poco antes de la comida, en un momento en el que creían no ser vistos por nadie; y al observar, mientras intentaba encontrar unas fotos perdidas de mi adolescencia, como las dos hembras enlazaban sus manos y se acariciaban apasionadamente en un rincón perdido de la gran mansión.

Comprendí que los dos tenían gustos homosexuales. Entonces se reveló claro ante mí por qué cuando eran niños se llevaban tan bien, jugaban juntos y cambiaban sus papeles sexuales establecidos con placer; y por qué cuando a la mayoría de los chicos les parecen tontas todas las chicas y a las chicas les parecen tontos todos los chicos, a él le parecían tontos todos los chicos y a ella le parecían tontas todas las chicas. Sabían guardar muy bien las apariencias por la cuenta que les tenía. Como solía haber más intolerancia hacia el cariño, el amor, las maneras y los actos homosexuales que hacia la guerra y otros dislates, es comprensible que prefirieran seguir la táctica de mi primo Jesús. Cosas que pasan, como el tiempo.

Hacía mucho que no veía a mi prima Susana, allí estaba, radiante, con toda su hermosura reforzada por la madurez de los años. Mi primo José María, casado hacía muchos años con Ana, la mejor amiga entonces de Susana, también volvió a ver a su prima lejana. A mis oídos llegó, durante la comidilla previa al banquete, que Susana y José María tuvieron un idílico amor de juventud. Lo llamaban idílico porque fue una aventura frustrada durante unas vacaciones, muy bucólica, pastoril, campestre, en una de las eras propiedad de la familia. La abuela Clara los pilló cogiéndose las manos allí y clamó al Cielo por ver sus ojos tal pecado. Al día siguiente, Susana fue alejada del pueblo a escondidas. La llevaron a casa de una de mis tías lejanas que vivía en una gran ciudad para que olvidasen los dos parientes el imposible desliz. Esa era la primera vez que se veían después de aquella desventurada aventura.

Pero no pasaba nada, o, al menos, eso parecía a simple vista. Todos aguantaban el chaparrón de los años y de sus predestinadas circunstancias.

Desde que yo tengo uso de razón, la abuela Clara siempre desaparecía de la circulación una vez finalizada la comida, durante una hora y media, ni más ni menos. Era la maravillosa hora de la siesta, durante la cual todo recuperaba su cauce normal. La libertad y la armonía se despertaban y las desviaciones originadas por las represiones de la matriarca se enderezaban al son de sus suspiros y ronquidos retumbando en su sombrío cuarto privado.

En ese tiempo de asueto, una hora la utilizaba para recuperar vida, como ella decía, y la siguiente media hora era tiempo de su vocación religiosa. Frente a su cama tenía una pequeña mesa sobre la que había un montón de ordenados marcos con fotografías de los familiares fallecidos. Presidiéndolas estaba la del fallecido abuelo Gabriel, su difunto joven marido, al que siempre fue fiel después de llevarlo a la tumba con su avinagrado carácter.

Antes de desayunar por la mañana, tras la siesta, y antes de irse a dormir por la noche, hacía con su dedo pulgar derecho una señal de la cruz sobre la imagen de sus rostros, sin olvidarse de ninguno; lo sé porque la infranqueable puerta de su habitación tenía una antigua cerradura con un ojo suficientemente grande para verlo.

Cuando creía encontrarse aislada, se ponía a murmurar piadosos rezos mientras recorría las cuentas de su gastado rosario. A continuación, besaba con pasión, y sin dejar de mirarlas, las estampitas de sus cristos, vírgenes y santos predilectos. La última mimada, y la que más besos y miradas se llevaba por ser su preferida, era la Divina Pastora de las almas. A ella le pedía con gesto sufrido que llevase a su rebaño por el recto camino.

Teniendo en cuenta la larga edad de la abuela, había mucho en juego. Las extensiones de tierras, los bienes inmuebles, las acciones, las joyas, las obras de arte y el capital acumulado en los bancos suizos tenían un peso específico tan grande como para acallar cualquier protesta o sugerencia subversiva. Todos acataban por esto órdenes y gustos de la anciana sin rechistar audiblemente.

Todos menos la tía Dolores. Ella nunca había seguido los dictados de su imperativa madre así como así. Hacía que se oyera su parecer y no se callaba para agradar o sacar partido de ninguna situación. Decía las cosas con educación, tal como las veía, y sin alzar la voz más de lo necesario. Tampoco ocultaba sus sentimientos sobre lo tratado. Su actitud y su carácter eran admirados por la mayoría, pese a no ser manifiesto.

Cuando a la abuela se le acababan los argumentos y no podía derribar la inteligencia de su hija, acababa siempre con la misma frase: ¡A esta niña siempre le ha gustado llevarme la contraria! Con ese invariable argumento concluía su exposición de endebles razones y cualquier incómoda conversación con ella.

Con la misma frase concluyó también su relación maternal un día, antes de que, harta de soportar dictados, la tía abandonase su tierra natal y aprovechase una beca de estudios para cultivarse en el extranjero. Yo siempre había intuido problemas entre ellas, pero no comprendí con claridad las verdaderas razones de su marcha hasta la reunión del centenario.

La tía Dolores significaba mucho para mí mientras yo crecía cándido entre los muros de la casa de mi abuela y recibía su educación. Recuerdo que siendo yo niño la tenía como un refugio seguro y maravilloso. Ella me visitaba a menudo en esa época, antes de su marcha al extranjero. En su presencia yo hacía travesuras adrede y a continuación salía huyendo de mi abuela, que descalzaba su pie derecho con el fin de arrearme un zapatillazo en el culo, para ponerme a salvo entre sus brazos. Siempre he estado seguro de que ella sabía cuanto me gustaba estrechar su cuerpo y sumergir mi cabeza y los pensamientos que en ella había entre sus grandes, hermosos y maternales pechos.

Esa tarde fue una excepción, la abuela no se retiró a sus aposentos para echarse su siesta habitual. Cuando yo me disponía a entornar las contraventanas de madera de una de las habitaciones del segundo piso con el fin amortiguar excesiva luz y sonido para gozar de la tranquilidad de una buena siesta, vi como la tía Dolores hablaba una vez más con su madre en un lugar apartado. Tenían un aparentemente normal tono de conversación. Sin embargo, yo supe que la cosa no iba bien, ya había visto ese rostro de la abuela y esas maneras suyas en otros momentos. En un instante preciso, el talante de la tía cambió, hizo un aspaviento a su madre y la dejó con la palabra en la boca. Todo tiene un límite.

Al llegar a la altura de algunos familiares invitados, no muy al tanto de su dificultosa relación filial, observaron su cara de no buen humor, y dos de ellos, mi prima Diana y su marido José Daniel, le preguntaron si le pasaba algo. La tía respondió en voz alta algo que todos oímos, fue esto:
- ¡No sé si a estas alturas deberíamos proporcionarle conversaciones inteligentes, actos culturales adecuados, provechosas películas, o hacer que viaje por el mundo para que no se aburra!

Al instante, y presa del interesado afán por agradar a la abuela, se organizó una espontánea reunión para confirmar el comentario hecho por su hija. Una hija que había forjado buena parte de su madurez en el extranjero y tenía un título universitario obtenido con esfuerzo y el buen entendimiento del significado del idioma del país. Ella no podía decir tonterías poseyendo esa cualificada educación, a pesar de todo.

Entre aclaraciones, decisiones importantes e imaginaciones esforzadas, la mansión, una vez que alejaron a la abuela de allí un grupo de primos tras convencerla, se convirtió en un hormiguero lleno de bullicio y actividad. Tanto que fue la primera vez que vi a la tía Dolores levantar la voz varias veces para ser escuchada. A pesar de su esfuerzo, ya nadie le prestó atención.

No importó que fuese sábado por la tarde. Muchos tenían el poder suficiente para levantar de la cama para su provecho a cualquier fiel subordinado si lo creían necesario o para abrir mucha cosa cerrada por ley o por descanso del personal encargado. Tras debatirlo ruidosamente sin contar con la opinión de la ausente dueña, decidieron por consenso ampliar la reunión y volver cada uno a su casa en el transcurso del lunes siguiente, con el objetivo de hacer lo que estuviese en sus manos para que la abuela Clara no se aburriese.

III
Inmaculada, mi prima que empezó siendo monja y llegó a ser madre superiora de no sé qué orden conventual, viajaba habitualmente al Vaticano y permanecía buena parte de su tiempo en la Santa Sede. Su dominio del latín y el italiano, entre otras cosas necesarias, le proporcionaba un contacto directo con altos jerarcas eclesiásticos de manera regular para informarles detalladamente de lo acontecido en un grupo de diócesis, de las que era coordinadora.

Aunó sus esfuerzos con mi primo Monseñor Juan de Dios, que ostentaba un alto cargo de responsabilidad en la misma institución. Avisaron al chofer que estaba en un barracón contiguo con todos los demás sirvientes, montaron en el coche oficial que los trajo y fueron al aeropuerto sin ninguna clase de equipaje. Allí cogieron directamente, sin pasar por las taquillas, el primer avión con destino a Roma.

Dos horas más tarde, llegaron al aeropuerto di Ciapino, que está a unos doce kilómetros del centro de la capital italiana. Desde allí llamaron al teléfono personal de Monseñor Lapidari, asistente personal del Papa en esos momentos y amigo personal de mi primo. Tuvo la gentileza de hacer un hueco especial entre los compromisos de su apretada agenda y les dio cita para el domingo por la mañana temprano.

Monseñor Lapidari les ofreció alojamiento en los mejores conventos de sus respectivas órdenes. Entre sus paredes y en solitario, cada uno aprovechó parte de la madrugada para sopesar las ideas de su urgente petición y presentarlas bien estructuradas al día siguiente.

Al alba, reunidos en la ciudad vaticana con el delegado eclesiástico, hablaron los dos de sus pareceres y aportaron pruebas de los rezos que llevaron a la abuela a su centenaria edad, de su ejemplaridad manifiesta en la causa católica y del problema de su aburrimiento. Serviría de ejemplo a muchos otros prosélitos y podría, sin que perjudicase el esfuerzo su salud, aportar una donación o limosna para los pobres del mundo.

Apoyándose en esa carta de presentación, sugirieron la posibilidad de disponer para ella pequeños contactos con el Santo Padre en persona, de esa forma sus gustos se verían incrementados y disfrutaría enormemente así en la tierra como en el Cielo.

Terminada su buena acción, el mismo domingo, antes de comer, llegaron a la mansión con una colección de estampitas de santos muy difíciles de conseguir y un nuevo rosario, hecho de madera de ciprés, para despistar a la abuela y no descubrir su acción.


IV
Moisés y David, viajeros impenitentes y conocedores de muchos lugares, pensaron al principio en organizar para la abuela un maravilloso viaje peregrino a Lourdes. Pero desistieron al informarles mi primo Miguel Ángel, director de uno de los periódicos de mayor tirada del país, que la abuela Clara ya había ido pocos años atrás al milagroso sitio con la clásica devoción que la caracterizaba, su impecable coche antiguo, chofer y estancia en un hotel de lujo de la zona cercano a la gruta de las apariciones y las curaciones sobrenaturales. Tenía almacenada, además, una reserva de bidones de agua bendita del manantial franco.

Sin embargo, la primera dama de la familia siempre había deseado posar sus pies en Tierra Santa, en Jerusalén, y no lo había hecho. Ni cortos ni perezosos, hicieron dos llamadas telefónicas, se montaron en el coche descapotable de uno de ellos, que en esos momentos estaba capotado, y llegaron al aeropuerto. Se acercaron a uno de los hangares de uso particular, donde los esperaba un piloto, él recibió una de las llamadas, aguardaba preparado para sacar el avión privado del otro de mis primos e iniciar el despegue.

En pocas horas sobrevolaron la ribera oeste del mar Mediterráneo. Tuvieron algunas dificultades para poder introducirse en el espacio aéreo israelí. Desde su entrada en él fueron escoltados por un caza de las fuerzas aéreas judías hasta aterrizar en el aeropuerto de Jerusalén. Una vez en suelo firme, pasaron por varios controles burocráticos y de detección de explosivos.

Cuando terminó la inspección, se les acercaron dos agentes del servicio secreto israelí, el Mossad, rogándoles que los acompañasen y se introdujesen con ellos en un coche que los estaba esperando. Poco después de pasar por las puertas de la Universidad Hebrea, llegaron al monte Escopus. Al bajar del automóvil, los recibió Abraham Thedoor en persona, entonces comandante en jefe de la inteligencia semita, él fue quien recibió la segunda llamada de mis primos.

Le hablaron de su intención y de los conflictos de la zona, cuyo origen muchos no saben que tiene miles de años. Con el desarrollo de la Intifada, desde diciembre de mil novecientos ochenta y siete, y la práctica diaria desde entonces, los palestinos podían lanzar piedras cada vez más grandes y apedrear con mejor puntería a la policía y el ejército israelitas. Mis primos querían no sólo dar una sorpresa y evitar su aburrimiento, sino también evitar a toda costa que la abuela se viera metida por sorpresa en una de las reyertas y recibiese en su posible visita una pedrada en la cabeza. (Vino a mi mente el comentario de mi esposa Candi sobre los desaires y el presunto comportamiento de mi primo David y de su mujer cuando me enteré de eso).

Recibieron del dirigente la promesa de un intento de estudio de posibilidades para organizar, entre su detonante calendario político, unos días de pacificación, de alto el fuego, o de vacaciones bélicas y nuevo descanso de milenarios mosqueos religioso-territoriales.

Fueron seguidos tan de cerca por ellos, que invitaron espontáneamente a los miembros del servicio secreto judío para que conocieran la casa donde celebrábamos la reunión familiar y a la familia. Pero éstos rechazaron cortésmente la invitación porque la tenían incluida en sus archivos secretos con todo lujo de detalles... (sigue)

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