No puedo evitar que venga siempre a mi memoria aquella historia mientras me aburro en algún momento baldío. Qué le voy a hacer. El
hecho al que me refiero trata de una reunión familiar fuera de la foto
de familia aparcada sobre el mueble de un salón, de descendientes del
mismo árbol genealógico cuyo frondoso follaje se diversifica y retuerce
tanto que impide reconocerse y esclarecer con precisión el tronco común
del que parte. Si
se me permite, la voy a contar sin dilación y con más detalles, para
evitar que cualquiera se aburra como yo y ese tedio llegue a ser un
problema que derive en pensamientos negativos, fantasías sin sentido o
agobiadoras depresiones de mucha presión...
Comenzó
un buen día en el que recibí la grata sorpresa de una carta como caída
del cielo. Estaba escrita por mi primo Juan de Dios con un bello
propósito. Entre
sus letras me contaba que se había encontrado con nuestro primo Moisés.
No se veían desde hacía mucho tiempo y estuvieron charlando un buen
rato y recordando algunas de las pocas reuniones familiares de antaño.
Qué tiempos aquellos.
Al
contrario de como suele suceder en otras ocasiones, no se quedó ahí la
cosa. Puesto que quedaban unos meses para la celebración del cien
aniversario de nuestra abuela Clara, se les ocurrió hacer una gran
celebración en su honor con la participación de todos los miembros de la
familia. Era una empresa que necesitaba mucho tiempo, empeño y trabajo.
Pues al principio se les pasó por la cabeza que alguien pudiese no
asistir arguyendo cualquier motivo como pretexto.
Pensaron,
además, en la posibilidad de que la abuela nos dejara de imprevisto
antes de su próximo cumpleaños, al dar su último suspiro por tantos años
soportados en esta vida, y pasara a la otra sin celebrar su centenario
con toda su progenie. Pero ese pensamiento se desvaneció al hacer
balance de todos los hermanos, primos, cuñados, nueras, hijos, sobrinos,
nietos, e incluso bisnietos que la inminente centenaria había enterrado
ya. Los propios banqueros y juristas, gentes de pocos escrúpulos y
tieso semblante que llevaban fielmente los asuntos financieros de la
abuela desde hacía decenios, se sobrecogían recientemente al comprobar
la perenne e inquebrantable firmeza de los trazos grafológicos de su
firma sobre los documentos que la requerían.
Además,
suponiendo que ella hubiese desaparecido así, de repente, que es
demasiado suponer, yo no habría tenido la oportunidad de disfrutar,
saber y aclarar algunas cosas interesantes para mí. Pues a mis abiertos
ojos y orejas llegaron circunstancias y comentarios esclarecedores desde
los rincones más insospechados.
Lo
primero que hicieron mis dos primos fue reconstruir nuestro frondoso
árbol genealógico y recopilar una base de datos familiar con nombres,
parentescos, características y direcciones. Esta última parte les
resultó un poco problemática porque algunos parientes vivían lejos. Para
evitar que éstos tuvieran problemas o una excusa ideal para no asistir a
la ceremonia, decidieron enviar, junto con la invitación, un extracto
contable resumido y puesto al día con las propiedades, acciones
bancarias y el capital de la tatarabuela.
La
fecha del aniversario era, y sigue siendo, en agosto. Ese año
concretamente caía en sábado, por lo cual decidieron acondicionar para
tal menester la gran y vieja casa donde pululamos muchos de los hijos,
nietos, bisnietos y tataranietos.
La
sorpresa en este caso era imposible. Y digo imposible porque nada
habría sido admitido sin exponerle a la matriarca desde el primer
momento la idea detallada, pedirle permiso y tener su correspondiente
beneplácito. El asunto costó más de lo que muchos puedan imaginar.
Semanas
antes, con motivo del acontecimiento previsto, tuve oportunidad de
cambiar impresiones y de volver a encontrarme con familiares que vivían a
un tiro de piedra de nosotros, como era el caso de mi primo David y de
su mujer Verónica, pero que, a pesar de la cercanía de sus viviendas,
hacía años que yo no los veía por falta de tiempo y, sobre todo, por
dejadez.
Cándida,
mi mujer, decía que el verdadero problema no es que vivieran a un tiro
de piedra, el verdadero problema es que tenían una pedrada en la cabeza
por sus desaires y presuntuoso comportamiento. Reconozco que, en parte,
tenía razón. Lo que no me gustaba demasiado, y por lo que tuvimos más de
una bronca en casa, era la forma en que tenía de decir las cosas. Las
soltaba tal cual, sin pensarlas dos veces. Cuando uno se relaciona con
los demás tiene que pensar bien lo que dice, al menos dos veces, y no
decir lo que piensa, esto último no suele llevar a buen puerto ni traer
buenas mercancías.
II
Una
vez realizados todos los preparativos, llegó el mes de agosto y el día
de la gran reunión. No faltó absolutamente nadie, nunca había habido
reunión familiar en mi familia en la que no faltase alguien por
cualquier motivo. El número cien, junto con el extracto contable
abreviado y diáfano, pudo disipar muchas dudas y desganas.
Nadie
apareció en la reunión sin llevar puestas sus mejores galas para
intentar impresionar. Nadie parecía tener problemas de ningún tipo. Todo
eran sonrisas, besos y abrazos. Todos pretendían aparentar, lucir o
encandilar más allá de su natural encanto y dotes de persuasión. Entre
tanto deslumbre, todo el mundo saludaba a la abuela fingiendo
complacencia. Al darle la espalda, y sin poderlo remediar, muchos
agriaban automáticamente su expresión.
Un
gran número de las parejas que allí había era producto de estudiado
interés o de antiguos acuerdos familiares entre la abuela Clara y otros
poderosos terratenientes. Siempre me dio la sensación de que ninguno de
los matrimonios consumados, o consumidos, tuvo la oportunidad de diluir,
cancelar o permanecer al margen de esas negociaciones con su amor. A
pesar de ello, nadie, en ninguna de esas condicionadas bodas,
interrumpió sermón, rezos, bendiciones u hostias, y todos decidieron
callar para siempre aunque tuviesen algo muy importante que decir al
respecto.
Hay
que reconocer que no es cosa fácil mover el culo una vez que uno se
acostumbra a lo cómodo. Y menos cuando se ha nacido entre algodones
recolectados por otros sudores, y con un pan y la panadería que lo
fabricó debajo del brazo, y otros rentables negocios en expansión debajo
del otro brazo.
Mi primo Jesús me respondió al hacerle yo un inofensivo comentario relacionado con ese tema:
- Diles lo que quieran oír, muéstrales lo que quieran ver y haz lo que debas hacer.
Dicen
que es un signo de madurez el elegir lo que a uno más le conviene. Si
es así, mi familia es la madurez del mundo porque la conveniencia
siempre ha predominado sobre cualquier otro aspecto de la vida.
También
hay quien relaciona la madurez y la estabilidad personal con el tener
coche, casa, mujer e hijos. Pues bien, en mi familia no había nadie que
no los tuviese. La mayoría tenían varios coches, varias casas, varios
hijos y varias mujeres.
Más
de un pariente varón me preguntó, intentando hacer una broma con ello,
por mis cándidas relaciones con mi mujer. Y otros, haciendo una pequeña
variación del mismo pitorreo, que si después de tantos años mi mujer
seguía siendo tan cándida como al principio.
La
gran mayoría de las parejas allí reunidas perdieron pronto el poco
interés inicial por las personas que nunca amaron ni quisieron conocer.
Tenían amantes en nóminas clandestinas para intentar llenar un vacío que
de esa forma no hacía sino vaciarse aún más.
Con
infidelidad o sin ella, no siempre una parte masculina busca otra
femenina. Admitidas o no, como en toda regla caben excepciones que la
confirman. Entre ellas se podía meter a mi primo José Pablo y a mi prima
Amelia. Asistieron los dos a la boda con pareja. Él trajo a una tal
Mercedes y ella a un tal Jorge. Sus presencias, a pesar de estar dentro
de la apariencia normal, despedían un aroma diferente. Después de besar a
la abuela y presentarle a sus respectivos acompañantes, las dos parejas
permanecieron con sus pares oficiales, públicamente heterosexuales,
casi todo el tiempo. Pero, durante casi toda la mañana, Mercedes no hizo
otra cosa que cruzar su mirada con la de Amelia y Jorge con la de José
Pablo.
A
pesar de notarse si se ponía atención, su discreción pudo alejar las
dudas iniciales al conjunto de los presentes. Mis dudas también se
alejaron del todo al ver a los varones besándose con ternura poco antes
de la comida, en un momento en el que creían no ser vistos por nadie; y
al observar, mientras intentaba encontrar unas fotos perdidas de mi
adolescencia, como las dos hembras enlazaban sus manos y se acariciaban
apasionadamente en un rincón perdido de la gran mansión.
Comprendí
que los dos tenían gustos homosexuales. Entonces se reveló claro ante
mí por qué cuando eran niños se llevaban tan bien, jugaban juntos y
cambiaban sus papeles sexuales establecidos con placer; y por qué cuando
a la mayoría de los chicos les parecen tontas todas las chicas y a las
chicas les parecen tontos todos los chicos, a él le parecían tontos
todos los chicos y a ella le parecían tontas todas las chicas. Sabían
guardar muy bien las apariencias por la cuenta que les tenía. Como solía
haber más intolerancia hacia el cariño, el amor, las maneras y los
actos homosexuales que hacia la guerra y otros dislates, es comprensible
que prefirieran seguir la táctica de mi primo Jesús. Cosas que pasan,
como el tiempo.
Hacía
mucho que no veía a mi prima Susana, allí estaba, radiante, con toda su
hermosura reforzada por la madurez de los años. Mi primo José María,
casado hacía muchos años con Ana, la mejor amiga entonces de Susana,
también volvió a ver a su prima lejana. A mis oídos llegó, durante la
comidilla previa al banquete, que Susana y José María tuvieron un
idílico amor de juventud. Lo llamaban idílico porque fue una aventura
frustrada durante unas vacaciones, muy bucólica, pastoril, campestre, en
una de las eras propiedad de la familia. La abuela Clara los pilló
cogiéndose las manos allí y clamó al Cielo por ver sus ojos tal pecado.
Al día siguiente, Susana fue alejada del pueblo a escondidas. La
llevaron a casa de una de mis tías lejanas que vivía en una gran ciudad
para que olvidasen los dos parientes el imposible desliz. Esa era la
primera vez que se veían después de aquella desventurada aventura.
Pero
no pasaba nada, o, al menos, eso parecía a simple vista. Todos
aguantaban el chaparrón de los años y de sus predestinadas
circunstancias.
Desde
que yo tengo uso de razón, la abuela Clara siempre desaparecía de la
circulación una vez finalizada la comida, durante una hora y media, ni
más ni menos. Era la maravillosa hora de la siesta, durante la cual todo
recuperaba su cauce normal. La libertad y la armonía se despertaban y
las desviaciones originadas por las represiones de la matriarca se
enderezaban al son de sus suspiros y ronquidos retumbando en su sombrío
cuarto privado.
En
ese tiempo de asueto, una hora la utilizaba para recuperar vida, como
ella decía, y la siguiente media hora era tiempo de su vocación
religiosa. Frente a su cama tenía una pequeña mesa sobre la que había un
montón de ordenados marcos con fotografías de los familiares
fallecidos. Presidiéndolas estaba la del fallecido abuelo Gabriel, su
difunto joven marido, al que siempre fue fiel después de llevarlo a la
tumba con su avinagrado carácter.
Antes
de desayunar por la mañana, tras la siesta, y antes de irse a dormir
por la noche, hacía con su dedo pulgar derecho una señal de la cruz
sobre la imagen de sus rostros, sin olvidarse de ninguno; lo sé porque
la infranqueable puerta de su habitación tenía una antigua cerradura con
un ojo suficientemente grande para verlo.
Cuando
creía encontrarse aislada, se ponía a murmurar piadosos rezos mientras
recorría las cuentas de su gastado rosario. A continuación, besaba con
pasión, y sin dejar de mirarlas, las estampitas de sus cristos, vírgenes
y santos predilectos. La última mimada, y la que más besos y miradas se
llevaba por ser su preferida, era la Divina Pastora de las almas. A
ella le pedía con gesto sufrido que llevase a su rebaño por el recto
camino.
Teniendo
en cuenta la larga edad de la abuela, había mucho en juego. Las
extensiones de tierras, los bienes inmuebles, las acciones, las joyas,
las obras de arte y el capital acumulado en los bancos suizos tenían un
peso específico tan grande como para acallar cualquier protesta o
sugerencia subversiva. Todos acataban por esto órdenes y gustos de la
anciana sin rechistar audiblemente.
Todos
menos la tía Dolores. Ella nunca había seguido los dictados de su
imperativa madre así como así. Hacía que se oyera su parecer y no se
callaba para agradar o sacar partido de ninguna situación. Decía las
cosas con educación, tal como las veía, y sin alzar la voz más de lo
necesario. Tampoco ocultaba sus sentimientos sobre lo tratado. Su
actitud y su carácter eran admirados por la mayoría, pese a no ser
manifiesto.
Cuando
a la abuela se le acababan los argumentos y no podía derribar la
inteligencia de su hija, acababa siempre con la misma frase: ¡A esta niña siempre le ha gustado llevarme la contraria! Con ese invariable argumento concluía su exposición de endebles razones y cualquier incómoda conversación con ella.
Con
la misma frase concluyó también su relación maternal un día, antes de
que, harta de soportar dictados, la tía abandonase su tierra natal y
aprovechase una beca de estudios para cultivarse en el extranjero. Yo
siempre había intuido problemas entre ellas, pero no comprendí con
claridad las verdaderas razones de su marcha hasta la reunión del
centenario.
La
tía Dolores significaba mucho para mí mientras yo crecía cándido entre
los muros de la casa de mi abuela y recibía su educación. Recuerdo que
siendo yo niño la tenía como un refugio seguro y maravilloso. Ella me
visitaba a menudo en esa época, antes de su marcha al extranjero. En su
presencia yo hacía travesuras adrede y a continuación salía huyendo de
mi abuela, que descalzaba su pie derecho con el fin de arrearme un
zapatillazo en el culo, para ponerme a salvo entre sus brazos. Siempre
he estado seguro de que ella sabía cuanto me gustaba estrechar su cuerpo
y sumergir mi cabeza y los pensamientos que en ella había entre sus
grandes, hermosos y maternales pechos.
Esa
tarde fue una excepción, la abuela no se retiró a sus aposentos para
echarse su siesta habitual. Cuando yo me disponía a entornar las
contraventanas de madera de una de las habitaciones del segundo piso con
el fin amortiguar excesiva luz y sonido para gozar de la tranquilidad
de una buena siesta, vi como la tía Dolores hablaba una vez más con su
madre en un lugar apartado. Tenían un aparentemente normal tono de
conversación. Sin embargo, yo supe que la cosa no iba bien, ya había
visto ese rostro de la abuela y esas maneras suyas en otros momentos. En
un instante preciso, el talante de la tía cambió, hizo un aspaviento a
su madre y la dejó con la palabra en la boca. Todo tiene un límite.
Al
llegar a la altura de algunos familiares invitados, no muy al tanto de
su dificultosa relación filial, observaron su cara de no buen humor, y
dos de ellos, mi prima Diana y su marido José Daniel, le preguntaron si
le pasaba algo. La tía respondió en voz alta algo que todos oímos, fue
esto:
-
¡No sé si a estas alturas deberíamos proporcionarle conversaciones
inteligentes, actos culturales adecuados, provechosas películas, o hacer
que viaje por el mundo para que no se aburra!
Al
instante, y presa del interesado afán por agradar a la abuela, se
organizó una espontánea reunión para confirmar el comentario hecho por
su hija. Una hija que había forjado buena parte de su madurez en el
extranjero y tenía un título universitario obtenido con esfuerzo y el
buen entendimiento del significado del idioma del país. Ella no podía
decir tonterías poseyendo esa cualificada educación, a pesar de todo.
Entre
aclaraciones, decisiones importantes e imaginaciones esforzadas, la
mansión, una vez que alejaron a la abuela de allí un grupo de primos
tras convencerla, se convirtió en un hormiguero lleno de bullicio y
actividad. Tanto que fue la primera vez que vi a la tía Dolores levantar
la voz varias veces para ser escuchada. A pesar de su esfuerzo, ya
nadie le prestó atención.
No
importó que fuese sábado por la tarde. Muchos tenían el poder
suficiente para levantar de la cama para su provecho a cualquier fiel
subordinado si lo creían necesario o para abrir mucha cosa cerrada por
ley o por descanso del personal encargado. Tras debatirlo ruidosamente
sin contar con la opinión de la ausente dueña, decidieron por consenso
ampliar la reunión y volver cada uno a su casa en el transcurso del
lunes siguiente, con el objetivo de hacer lo que estuviese en sus manos
para que la abuela Clara no se aburriese.
III
Inmaculada,
mi prima que empezó siendo monja y llegó a ser madre superiora de no sé
qué orden conventual, viajaba habitualmente al Vaticano y permanecía
buena parte de su tiempo en la Santa Sede. Su dominio del latín y el
italiano, entre otras cosas necesarias, le proporcionaba un contacto
directo con altos jerarcas eclesiásticos de manera regular para
informarles detalladamente de lo acontecido en un grupo de diócesis, de
las que era coordinadora.
Aunó
sus esfuerzos con mi primo Monseñor Juan de Dios, que ostentaba un alto
cargo de responsabilidad en la misma institución. Avisaron al chofer que
estaba en un barracón contiguo con todos los demás sirvientes, montaron
en el coche oficial que los trajo y fueron al aeropuerto sin ninguna
clase de equipaje. Allí cogieron directamente, sin pasar por las
taquillas, el primer avión con destino a Roma.
Dos
horas más tarde, llegaron al aeropuerto di Ciapino, que está a unos
doce kilómetros del centro de la capital italiana. Desde allí llamaron
al teléfono personal de Monseñor Lapidari, asistente personal del Papa
en esos momentos y amigo personal de mi primo. Tuvo la gentileza de
hacer un hueco especial entre los compromisos de su apretada agenda y
les dio cita para el domingo por la mañana temprano.
Monseñor
Lapidari les ofreció alojamiento en los mejores conventos de sus
respectivas órdenes. Entre sus paredes y en solitario, cada uno
aprovechó parte de la madrugada para sopesar las ideas de su urgente
petición y presentarlas bien estructuradas al día siguiente.
Al
alba, reunidos en la ciudad vaticana con el delegado eclesiástico,
hablaron los dos de sus pareceres y aportaron pruebas de los rezos que
llevaron a la abuela a su centenaria edad, de su ejemplaridad manifiesta
en la causa católica y del problema de su aburrimiento. Serviría de
ejemplo a muchos otros prosélitos y podría, sin que perjudicase el
esfuerzo su salud, aportar una donación o limosna para los pobres del
mundo.
Apoyándose
en esa carta de presentación, sugirieron la posibilidad de disponer
para ella pequeños contactos con el Santo Padre en persona, de esa forma
sus gustos se verían incrementados y disfrutaría enormemente así en la
tierra como en el Cielo.
Terminada
su buena acción, el mismo domingo, antes de comer, llegaron a la
mansión con una colección de estampitas de santos muy difíciles de
conseguir y un nuevo rosario, hecho de madera de ciprés, para despistar a
la abuela y no descubrir su acción.
IV
Moisés
y David, viajeros impenitentes y conocedores de muchos lugares,
pensaron al principio en organizar para la abuela un maravilloso viaje
peregrino a Lourdes. Pero desistieron al informarles mi primo Miguel
Ángel, director de uno de los periódicos de mayor tirada del país, que
la abuela Clara ya había ido pocos años atrás al milagroso sitio con la
clásica devoción que la caracterizaba, su impecable coche antiguo,
chofer y estancia en un hotel de lujo de la zona cercano a la gruta de
las apariciones y las curaciones sobrenaturales. Tenía almacenada,
además, una reserva de bidones de agua bendita del manantial franco.
Sin
embargo, la primera dama de la familia siempre había deseado posar sus
pies en Tierra Santa, en Jerusalén, y no lo había hecho. Ni cortos ni
perezosos, hicieron dos llamadas telefónicas, se montaron en el coche
descapotable de uno de ellos, que en esos momentos estaba capotado, y
llegaron al aeropuerto. Se acercaron a uno de los hangares de uso
particular, donde los esperaba un piloto, él recibió una de las
llamadas, aguardaba preparado para sacar el avión privado del otro de
mis primos e iniciar el despegue.
En
pocas horas sobrevolaron la ribera oeste del mar Mediterráneo. Tuvieron
algunas dificultades para poder introducirse en el espacio aéreo
israelí. Desde su entrada en él fueron escoltados por un caza de las
fuerzas aéreas judías hasta aterrizar en el aeropuerto de Jerusalén. Una
vez en suelo firme, pasaron por varios controles burocráticos y de
detección de explosivos.
Cuando
terminó la inspección, se les acercaron dos agentes del servicio
secreto israelí, el Mossad, rogándoles que los acompañasen y se
introdujesen con ellos en un coche que los estaba esperando. Poco
después de pasar por las puertas de la Universidad Hebrea, llegaron al
monte Escopus. Al bajar del automóvil, los recibió Abraham Thedoor en
persona, entonces comandante en jefe de la inteligencia semita, él fue
quien recibió la segunda llamada de mis primos.
Le
hablaron de su intención y de los conflictos de la zona, cuyo origen
muchos no saben que tiene miles de años. Con el desarrollo de la
Intifada, desde diciembre de mil novecientos ochenta y siete, y la
práctica diaria desde entonces, los palestinos podían lanzar piedras
cada vez más grandes y apedrear con mejor puntería a la policía y el
ejército israelitas. Mis primos querían no sólo dar una sorpresa y
evitar su aburrimiento, sino también evitar a toda costa que la abuela
se viera metida por sorpresa en una de las reyertas y recibiese en su
posible visita una pedrada en la cabeza. (Vino a mi mente el comentario
de mi esposa Candi sobre los desaires y el presunto comportamiento de mi
primo David y de su mujer cuando me enteré de eso).
Recibieron
del dirigente la promesa de un intento de estudio de posibilidades para
organizar, entre su detonante calendario político, unos días de
pacificación, de alto el fuego, o de vacaciones bélicas y nuevo descanso
de milenarios mosqueos religioso-territoriales.
Fueron
seguidos tan de cerca por ellos, que invitaron espontáneamente a los
miembros del servicio secreto judío para que conocieran la casa donde
celebrábamos la reunión familiar y a la familia. Pero éstos rechazaron
cortésmente la invitación porque la tenían incluida en sus archivos
secretos con todo lujo de detalles... (sigue)
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