miércoles, 26 de agosto de 2020

Pobrecillo Bosquecillo

Este cuentecillo está dedicado a las personas que han traído hasta nosotros los sabios y hermosos cuentos antiguos, y su maravilloso lenguaje.

El Bosque y la ciudad
Cuenta la leyenda que un gran y frondoso Bosque estaba poblado de abundante vegetación, por eso entraba poca luz y su interior estaba muy oscuro. Era el hogar y la despensa de muchos animales y seres fantásticos que lo habitaban. Todos, sin excepción, tenían nombres especiales y corrían mil aventuras sin igual...

No muy lejos de él había también una pequeña ciudad, de cuyo nombre no puedo acordarme ahora. Esta ciudad tenía unas cuantas casas hechas de la fuerte madera del Bosque, eran muy bonitas y se confundían con el hermoso paisaje del lugar donde estaban construidas, sobre todo cuando las adornaban con cantidad de hermosas flores en primavera. En sus calles estaban plantados unos grandes y bellos árboles con fuertes ramas. Sobre ellos se posaban para descansar y cantar hermosos pájaros de muchos colores y formas diversas.

Cada día, después de recorrer la distancia que había, los habitantes se metían en la selva con antorchas para recoger frutas y vegetales frescos muy saludables. Mientras los recogían, hablaban con las criaturas que se encontraban en el interior. Ellas les dijeron que tuviesen cuidado con el fuego que utilizaban para poder ver, porque, aunque no quisieran, podían quemar el Bosque si le saltaba una pequeña chispa de sus antorchas por accidente.

De vez en cuando, (sobre todo de noche), los habitantes del Bosque se acercaban a la pequeña ciudad para visitar a sus habitantes. Con quien más pasaban su tiempo de visita, porque les gustaba un montón, era con los niños. Lo hacían para enseñarles muchas cosas interesantes, para jugar a mil juegos divertidos y para cantarles y contarles un porrón de historias alucinantes. De aquí nacieron unos cuentos impresionantes.

Tanto les gustaban esas historias a los niños, que los mayores las repetían todas las veces que ellos se lo pedían. Y esos mismos niños, cuando se hacían mayores, las volvían a contar a sus propios hijos. Así pasó mucho, mucho, mucho, pero que mucho tiempo.

Pero un día, (nadie sabe cuándo, ni cómo, ni por qué, ni por quién sucedió exactamente), construyeron una nueva casa en la pequeña ciudad, y otro día otra casa, y otro día más otra casa más. Y cuando todos se quisieron dar cuenta, la pequeña ciudad había dejado de ser pequeña y se había convertido en una ciudad a secas.
Poco a poco, la ciudad a secas se fue llenando de gente que venía de otros lugares pequeños para llenar las cada vez más casas que se construían. Los hermosos albergues de antes, que eran de madera y estaban adornados con flores en primavera, los cambiaron por grandes edificios de hormigón.

Al principio, los niños que vivían en la ciudad creían que la palabra hormigón era el nombre de una hormiga gigante que vivía en el Bosque. Pero se equivocaban, porque se trataba de una sólida mezcla de construcción hecha con piedras, cemento, arena y agua.
Ellos no se daban cuenta de lo que estaba pasando, sólo sabían que los mayores les contaban menos cuentos cada día que pasaba, porque no tenían tiempo ni ganas para hacerlo. Y los pequeños estaban muy mosqueados por eso.

Nadie sabe si era por querer conocer gente nueva cada día o por no gustarles mucho el color verde, los cada vez más habitantes de la ciudad quisieron hacer su ciudad cada vez más grande, una ciudad gigante para que pudiera vivir en ella mucha, mucha gente.

La población se inflaba como el globo soplado por un trompetista. Y construyeron tantos y tantos pisos de hormigón que llegaron hasta los límites del Bosque.

También construyeron anchas calles y carreteras de asfalto que se perdían más allá del horizonte. Las recorrían millones de cajas de lata con ruedas que corrían, que volaban y que ensuciaban todo a su ruidoso paso. Las llamaban coches, trenes, aviones y... cachivaches.

Construyeron tantos y tantos coches, trenes, aviones y... cachivaches que tuvieron que construir mucha cantidad de casas y huecos especiales en las calles para sus chapas con ruedas, los llamaron garajes, aparcamientos y hangares. Los niños que allí vivían ya casi no tenían sitio donde poder jugar a sus juegos favoritos.
- ¡Jolín! - decían con rabia y tristeza.

Como los numerosos habitantes mayores no quisieron parar de construir edificios, y cada vez había menos sitio donde hacerlos, talaron y talaron árboles, y cortaron y cortaron vegetación, y construyeron y construyeron más edificios, y calles, y carreteras, y garajes, y aparcamientos, y hangares, y coches, y trenes, y aviones, y... cachivaches. Y al inmenso Bosque lo convirtieron en un pobrecillo bosquecillo.

Adiós Bosque... y adiós cuentos     

Todo dejó de ser como antes. Los papás, tíos, abuelos y vecinos grandes estaban muy ocupados agrandando la ciudad. La llenaron de cosas que eran muy importantes para ellos y se olvidaron de las que no tenían importancia: las cosas que eran tan importantes para sus hijos, sobrinos, nietos y pequeños vecinos.

Entre esas cosas olvidadas estaban los cuentos y el maravilloso significado de las aventuras de sus personajes, los antiguos habitantes del Bosque. Ya nadie contaba esas bonitas historias a los niños urbanos, todos las habían olvidado.

Día a día iban quedando menos plantas. La ciudad grandota cambió en poco tiempo la salud y los frutos de la Naturaleza por medicamentos, consultorios médicos y hospitales que se fueron multiplicando a lo largo y ancho de la extensa urbanización de la ciudad.

Lo natural, lo sano, lo bonito y lo maravilloso se convirtieron en un recuerdo. El hormigón, el asfalto y la contaminación contagiaron su mala salud al cachito de Bosque que quedaba.

Los cada vez menos animales y seres fantásticos que todavía habitaban allí, necesitaban un remedio urgente para solucionar sus penas, no se encontraban muy bien y su situación no era buena, era más que mala.

Algunos mayores se dieron cuenta de la importancia del Bosque que estaban destruyendo, y crearon una organización ecologista para proteger y conservar lo poco que quedaba de la antigua y grande selva.

Después, los ecologistas decidieron manifestarse por toda la ciudad con pancartas llenas de palabras y dibujos de protesta, se ataron a los árboles que querían talar las máquinas taladradoras y algunos, para jorobar, se fueron a merendar varias tardes seguidas a casa del alcalde y del concejal de medio ambiente sin haber sido invitados por ellos.

Por fin, tras muchas manifestaciones y meriendas gratis, y aunque no quedaba mucho cachillo de bosquecillo en pie, lograron que no acabasen del todo con él y que fuese declarado parque natural protegido. (¡Menos mal!).

A partir de entonces, unos señores, que decían ser muy sabios, levantaron una tapia de cemento muy alta a su alrededor y comenzaron a estudiar los animales y los seres casi desaparecidos que todavía existían de milagro entre su maravillosa vegetación.

Esos sabios señores, cuando creyeron tenerlo todo estudiado, abrieron una puertecita en el muro para que lo pudiesen visitar grupos de gentes enamoradas de la Naturaleza superviviente. La visita duraba muy poquito tiempo. Un guía llevaba a los grupos por donde él quería con la luz de una linterna. Les contaba cosas que los sabios le habían obligado a aprenderse de memoria para poder trabajar allí.

En una de esas visitas, unos niños se empezaron a aburrir al rato de haber entrado por la puerta del parque protegido, (no sé decir cuántos eran porque iban con otras personas mayores y se veía muy poco). Y en vez de seguir al guía y de escuchar lo que decía sin pensar, decidieron meterse por otro sitio sin que nadie se diera cuenta.

- Esto está muy oscuro. - dijo una niña después de andar unos momentos.
- Yo veo muy poco. - aseguró otro niño.
- ¡Ay! Qué miedo. Yo quiero volver. - confesó uno por aquí.
- Yo no, esto es más divertido. El guía ese es un rollo patatero. - afirmó otra.
- Sí que es un rollo. Yo quiero seguir. - insistió otro más.
- Tengo una idea. - se le ocurrió a alguna niña un poco más allá - Yo llevo una vela y cerillas. Mi madre me dijo que aquí casi no había luz y he venido preparada.
- Bien, pero iremos todos juntitos para no perdernos y que no nos dé mucho miedo, ¿vale? - dijo el niño que antes quería volver.

La niña de la vela se puso en primer lugar, encendió una cerilla y con ella la mecha. A partir de entonces vieron un poquito mejor donde pisaban y por donde iban. Gracias a esa lucecita descubrieron un riachuelo por el que corría un agua muy clara y pura. Como tenían sed, uno tras otro fueron poniendo sus manos en forma de cuenco bajo una pequeña cascada, y bebieron hasta hartarse.

Mientras avanzaban en fila india, una temerosa excitación recorría sus cuerpos envueltos por la oscuridad de la maleza, (aunque sería mejor llamarla bueneza, porque la visita estaba empezando a ser una aventura emocionante).

Cuando llevaban unos cuantos pasos de la exploración, sucedió que entre las hojas de las plantas cercanas había unos misteriosos ojos observándolos. Los niños no se dieron cuenta, la lucecita que llevaban no daba para tanto.

Tampoco sabían que cerca de los sitios donde corre el agua fresca, hay animales y seres de todas clases que también la beben, se bañan, juegan con ella… y algunos esperan a otros para comérselos cuando hacen todo eso.

Se metieron entre unos matorrales y pasaron al lado de esos ojitos ocultos sin que pasara nada malo.

De pronto, se oyó un rugido seguido de un aullido. Los pequeños se quedaron quietos como estatuas y abrieron los ojos como platos. Se quedaron paralizados por el miedo.

- ¡Pom, pom, pom, pom! - decían fuerte sus corazones como tambores sin poderlo evitar.

La niña de la vela intentaba mover su mano para apagarla, y para que esos desconocidos seres no los vieran y no se los zamparan de un bocado. Pero estaba tan aterrorizada como todos los demás y no pudo hacerlo por quedarse agarrotada.

En ese momento, una manita con pequeños dedos apareció lentamente entre la maleza, (¡ahora sí que era maleza!), quería apagar la llama de la vela.

La niña vio moverse la mano muy cerca de ella. El miedo que tenía hizo que viera la manita mucho más grande de lo que era en realidad. Y no se le ocurrió otra cosa que arrimar la llama y quemar el dedo pulgar de la misteriosa mano, el más gordo.

- ¡Ay! - gritó el oculto ser al quemarse su dedo gordo.

El grito fue como un disparo de salida en una carrera de velocidad para ver quien llega primero a un sitio. Todos los niños salieron corriendo por donde habían venido. Atravesaron el riachuelo sin darse cuenta, lo pisaron ruidosamente y salpicaron su alrededor de agua y miedo.

La niña de la vela iba la última, todavía la llevaba encendida y con la llama bailando por el rápido movimiento de su escapada.

El niño que iba el primero daba grandes saltos como una gacela. El susto que llevaba en el cuerpo guiaba sus brincos, hasta que tropezó con la gran raíz de un grueso árbol que salía de la tierra. Uno tras otro fueron tropezando con él y aterrizando en el suelo formando un montón.

El silencio reinó durante un instante. Unos lamentos lo rompieron.

- ¡Ay … Ay… Ay… Ay! - repitieron sus voces a coro después del tremendo trastazo multiplicado, parecía un eco del quejido anterior que los espantó.

La poca luz de la vela cayó y se mezcló con la hierba, que se prendió con su pequeño fuego. La oscuridad fue desapareciendo rápidamente. La lumbre se hacía más y más grande, y prendía a más y más hierbas y plantas.

Reflejadas en la sorprendida mirada de los niños, las llamas consumían a más y más hierbas, y a más y más plantas, y a más y más árboles. Y se extendían por lo que quedaba de Bosque.

La oscuridad y el bosquecillo fueron desapareciendo entre pinceladas de vivos colores rojos y amarillos.

Con más espanto por la hoguera que dolor por la caída, se levantaron con rapidez y corrieron hacia donde antes se aburrían con el guía.

Mientras corrían de regreso, empezó a caer mucha agua sobre ellos, como si estuviera lloviendo con ganas. Llegaron empapados y vieron que el agua salía de unas mangueras, las sujetaban unos bomberos que enchufaban al fuego para intentar apagarlo lo más deprisa posible.

Los mayores estaban preocupados. Cuando los vieron llegar chorreando, les preguntaron dónde habían ido y qué había sucedido. Lo explicaron todos a la vez y tiritando, pero no por los chorros de agua fría que les habían caído encima, sino por el tremendo susto que todavía helaba sus cuerpos. A dos de ellos, además, les dolía un montón el cuerpo por el tremendo trastazo.

De fantásticos personajes...

Los sabios señores que habían levantado la tapia de cemento, se enteraron de lo sucedido y se acercaron para ver qué había pasado. Cuando entraron y vieron el quemado paisaje se quedaron parados y con la boca abierta. Estaba pintado de tristes colores grises.

De lo que quedaba del frondoso bosquecillo, el incendio dejó una pequeña parte, una reducida zona que a partir de entonces todo el mundo conoció como el Parque.

Se metieron en la reducida extensión, en esa zona que permanecía verde de milagro, y vieron con sorpresa como algunas hojas y ramas se movían al paso de unos seres desconocidos que nunca antes habían visto. Los sabios se escondieron y hablaron en voz muy baja entre ellos.

- ¿Habéis visto lo que yo he visto? - preguntó uno muy sorprendido.
- Yo he visto algo de color rojo - dijo uno.
- A mí me ha parecido ver a un animal muy feroz. - explicó otro.
- Pues yo he visto una bella mujer con un pañuelo. - dijo alguno con agrado.
- Yo también he visto una hermosa muchacha, pero tenía cara de sueño. - añadió extrañado algún otro.

Como cada uno había visto una cosa diferente, se les ocurrió acercarse despacio y sin hacer ruido para verlos más de cerca y no espantarlos.

Ocultos entre las ramas pudieron ver a varios personajes sentados en el suelo, formando un círculo:

Una bella y encantadora mujer vestida con un maravilloso velo blanco, y con una corona de reina sobre su cabeza, tenía el rostro muy blanco y un pañuelo entre las manos, sobre el que estornudaba y se sonaba la nariz. Un patito ponía sus alas sobre el estómago, como si le doliese la tripa, y se le oía hacer unos ruidos muy extraños. Una niñita con una caperuza sobre su espalda, de un color rojo muy bonito, se acariciaba uno de sus pies. Un animal con una gran melena, sobre la que tenía una corona de rey de la selva, se movía algo nervioso. Un gato llevaba puestas unas botas en sus dos patas traseras, sujetaba una bolsa de tela con una de sus garras delanteras y se restregaba sus inflamados y llorosos ojos con la otra pata. Un soldadito sin fusil y sin una pierna llevaba puesto un bonito traje de color rojo y azul. Una joven muy hermosa tenía una cara de sueño que no te puedes ni imaginar. Un animal que parecía muy feroz, parecido a un perro lobo, y que también parecía un poco tontito. Y un niñito que se agarraba con una mano, y a veces se chupaba, el dedo pulgar de la otra porque le dolía mucho.

Hablaban entre ellos de algo que parecía muy importante, tenían todos las caras muy serias.

- Nosotros no tenemos la culpa de lo que ha pasado en el Bosque - dijo el rey intentando consolarlos.
- Sí, pero… ¡aaachís!… aunque no hayamos tenido la culpa… ¡aaachís!… nos hemos quedado sin él... ¡aaachís! - aseguró la pálida reina disgustada.

Entonces, se oyó un fuerte sonido, parecía el de una trompeta soplada con ganas por un trompetista principiante. Pero no, era el patito que se había tirado un... pedo, (con perdón).

Los que estaban cerca de él se taparon las narices, menos la reina porque no podía oler nada.

- Ya no podemos vivir aquí ni un momento más, han acabado con nuestro hogar y con nuestro alimento. - habló el patito con tanta desesperación que se puso hasta feo.
- ¿Qué podemos hacer ahora? - preguntó la niña de la bonita caperuza.
- Como ya no queda casi Bosque, no podemos desaparecer por arte de magia. Además, si lo hiciéramos se jorobaría este cuento. Ahora sólo podemos salir y vivir en la gran ciudad. - dijo el gato con inteligencia.
- Sí, tenéis toda la razón, lo habéis dicho de una manera muy correcta. - empezó a contar el soldadito - Yo os aseguro que no hay otra posibilidad mejor para todos nosotros, ya lo ha pensado mucho mi cabeza. He estado dándole vueltas y, por más que lo he hecho, no he encontrado otra solución más buena. Y tenemos que tener en cuenta que nosotros no somos unos personajes normales, nosotros somos unos personajes especiales, no somos como otros. Además, como estamos todos reunidos, debemos hacer lo posible para que nuestra nueva vida sea lo más buena posible. Ya sabéis que…
- ¡Puf!, espera un momento, por favor, no sigas. Escuchadme. A mí me duele mucho el dedo y necesito que me lo curen pronto, ¡jolín!. - se quejó el niñito del pulgar dolorido.
- Yo no entiendo muy bien lo que decís. Tampoco sé lo que ha pasado ni por qué estamos reunidos aquí. - confesó el animal que parecía feroz y que estaba un poco tontín al mismo tiempo.
La preciosa joven no dijo nada, tenía una cara de sueño que no podía con ella. Se le caían los párpados como si le pesaran mil kilos cada uno, y apenas podía abrirlos para no dormirse.
- Tengo que ir a hacer pis otra vez, ahora vengo. - dijo el rey sujetándose la colilla con sus grandes zarpas.
Se levantó deprisa, se alejó unos metros, se metió entre los matorrales y empezó a orinar muy cerca de donde estaban los sabios espiando. Tan cerca, tan cerca que el chorro les salpicó.
- ¡Eh, apunta para otro sitio que nos estás salpicando! - exclamó uno de los sabios.
- ¡Uy!, perdón, no sabía que aquí había gente - dijo el rey para disculparse.
- ¡Jo!, con ese chorro podías haber apagado el fuego que ha destruido casi todo lo que quedaba de Bosque. - comentó otro riéndose y contagiando la risa a los demás sabios.
- No crea, señor. Antes, cuando todavía quedaba Bosque, no me hacía tanto pis. Me meo cada dos por tres desde que se incendió lo que había.

Las risitas desaparecieron y nadie dijo nada durante un instante. Hasta que otro sabio preguntó:
- ¿Quién eres tú?
- Soy el fantástico personaje de un cuento de la selva que antes era muy conocido por la gente. - contestó el rey sin parar de echar gota a los matorrales.

Los sabios se miraron extrañados porque ninguno de ellos conocía a ese personaje ni por casualidad.
- ¿Y los otros que están contigo reunidos? - insistió el otro sabio con curiosidad.
- También son fantásticos personajes de otros cuentos que eran muy conocidos por todo el mundo.
- ¿Dónde estabais que no os hemos encontrado hasta ahora?
- En una parte del Bosque ahora quemada, donde nos pasaban muchas aventuras, donde estábamos bien y donde teníamos todo lo que necesitábamos para vivir. Ya no queda casi nada y por eso tenemos problemas de salud.
- ¿No hay nadie más que vosotros?
- Sí, había más, pero no sé dónde pueden estar ahora.
- Para que nadie diga, al enterarse de esta historia, que todo era maleza y destrucción, - habló un sabio que parecía el jefe de los demás - os vamos a llevar a un hospital tan fantástico como vosotros para que os curen.
- Muchas gracias. - dijo contento el rey - Cuando se enteren mis amigos se alegrarán como yo.

Después de decir esto, terminó por fin de hacer pis, regresó a la redonda reunión y contó a los demás personajes lo que le había prometido el jefe de los sabios señores. A todos les gustó, aunque no pudieron alegrarse mucho por tan malitos que estaban.

Para llevarlos al hospital llamaron a una ambulancia y los metieron a todos juntos en ella. Cuando cerraron sus puertas, salió corriendo tan rápido que se quedaron mirando para el techo.

La lata con ruedas iba veloz por la carretera, haciendo mucho ruido con una alarma muy escandalosa, y deslumbrando con unas luces de colores que se apagaban y se encendían como si no supiesen qué hacer.

Los demás coches, al verla, se paraban o se apartaban para dejarla pasar. Iba a la derecha y a la izquierda adelantando a todos. Los personajes seguían su movimiento a la derecha y a la izquierda, y alucinaban.

El viaje les hizo tanta ilusión que al llegar quisieron repetir y le pidieron al conductor que les diera otra vueltecita por la ciudad. Pero él los miró con cara muy seria y, sin decir nada, se fue rápidamente a otro sitio con su ruidoso y luminoso cacharro con ruedas.

En el hospital los separaron. Metieron a cada uno en un sitio diferente y les hicieron pruebas diferentes por sus enfermedades diferentes para saber por qué estaban tan enfermos.
El tiempo pasaba. Como no se ponían buenos ni a la de tres, estuvieron muchos y largos días sin saber los unos de los otros.

... a personajes pachuchos

Un buen día de esos tan largos, alguien entró en la habitación donde estaba acostado el inteligente gato. Una enfermera estaba a su lado, le intentaba echar unas gotas de un frasquito en sus inflamados ojos.

- ¡No, no cierres los ojos cuando caigan las gotas! - le dijo enfadada - Si las gotas no te bañan los ojos no te harán efecto y no te podrán curar. No lo olvides. La próxima vez te las echas tú, dos gotas en cada ojo cada media hora ¿Entiendes?

Antes de que el gato respondiera, la potente luz del flas de una cámara de fotos cegó sus ojos y él cerró los párpados. Fue cuando unas cuantas gotas cayeron sobre ellos, la nariz y los bigotes. (La verdad es que la enfermera tampoco tenía mucha puntería que digamos).

El fotógrafo salió corriendo como una bala después de hacer la foto. El gato estaba tan sorprendido como mojado, pero no dijo nada, creyó que era una de las cosas que hacían en el hospital y que él no entendía.

Lo mismo pasó en la habitación en la que estaba la niña de la caperuza. Se encontraba tumbada sobre la cama, tenía una pierna escayolada hasta la rodilla y levantada con unas cuerdas que colgaban del techo. La pequeña miraba para arriba y pensaba en sus cosas. Cuando vio la luz de la cámara, miró al lugar de donde venía y, como no vio a nadie, siguió pensando cosas mirando al techo.

La reina estaba tapada hasta el cuello en la cama cuando el fotógrafo le hizo la foto. Tenía metido en la boca un termómetro que marcaba muchos grados de temperatura. Sobre la cabeza le habían puesto una bolsa grande con hielo para bajarla y, a pesar de eso, sudaba a chorros.

Una enfermera le quitó el bonito velo blanco que llevaba, y lo echó por un hueco que había en el servicio para la ropa sucia. El agujero llegaba hasta la lavandería del hospital, que estaba en el sótano y daba a la calle.

Dos enfermeras tuvieron que entrar con mascarilla y bombona de oxígeno en la habitación del patito, las llevaban para poder respirar. El pequeño pato estaba tumbado boca abajo, con el culo en pompa y los ojos cerrados. Abrieron las ventanas de par en par para que entrase aire fresco... si podía. Le hicieron tomar unas cucharadas de un amargo jarabe, para quitarle el dolor de estómago que le producía esos terribles gases que expulsaba.

El reportero le hizo una foto, pero se tuvo que tapar la nariz porque en la habitación olía muy mal. Cada dos por tres el patito ponía cara de esfuerzo y después se oía un ruidoso sonido que salía de su culete.

El chiquito del pulgar miraba a un médico que le hablaba sobre lo que tenía que hacer para que no le doliese su dedo gordo quemado.
- No te cojas el pulgar con la otra mano, porque así no lo dejas respirar. No te lo metas en la boca, porque lo puedes ahogar. No cojas nada con esa mano, porque no tiene fuerza y se te puede caer lo que cojas en un pie y tener más dedos hinchados. No saludes a nadie, porque te puedes dar con algo y te dolerá. Ahora el enfermero te pondrá una pomada en el dedo gordo y te lo vendará con una venda especial para que respire, no te duela y se cure pronto.

Mientras el enfermero, que estaba a su lado con el médico, sacaba la venda especial que le iba a poner en el dedo enfermo, el fotógrafo les hizo una foto a los tres sin posar.

En la habitación del rey parecía que no había nadie. El fotógrafo entró y la vio vacía. Se iba a ir cuando oyó el sonido de un chorrillo en el cuarto de baño, un cuarto de baño que era bastante grande, por cierto. Ese sonido le avisó de que el personaje de la gran melena estaba haciendo pis. Esperó un rato a que saliera para hacerle una buena foto. Pero, cuando llevaba más de quince minutos esperando, se impacientó y decidió abrir la puerta sin pedirle permiso. Como no estaba bien engrasada, hizo un ruido al abrirse, y sin dejar de hacer pis, el rey volvió la cabeza para ver quien era. En aquel instante, le hizo la foto y le cegó los ojos como antes al gato.

El retratador buscaba a más personajes, ya le quedaban pocos por encontrar. Se metió por otros sitios, recorrió otros pasillos. Y oyó decir mientras andaba por otra planta del hospital:
- A mí no me gusta este hostal. - dijo el animal que tenía una cara feroz.
- Esto no es un hostal, es un hos-pi-tal, ¿te enteras? - le corrigió una médica que estaba con él.
- Es lo mismo, pero con pi en medio. - contestó el feroz.
- Anda, acuéstate y descansa, que te hace falta. - le aconsejó una enfermera que también estaba allí.
- Yo no estoy cansado. Quiero que me cantéis un cuento.
- ¿Qué? - le preguntaron sorprendidas y a la vez las dos.
- No, quiero decir que me contéis un canto. - insistió.
- Me parece que este personaje no está muy bien de la azotea - le dijo la enfermera a la médica en voz baja.
- Bueno, podemos ir a la azotea para ver como se posan sobre los árboles los pájaros de colores. - dijo el feroz al oír la última palabra, sin enterarse de lo demás ni de que allí no había árboles ni pájaros de colores.

La enfermera se colocó el dedo índice en un lado de su cabeza y empezó a mover la muñeca a derecha e izquierda. Con ese gesto quiso decir que el animal estaba un poco averiado y necesitaba un arreglo. Fue cuando les hicieron la foto.

El soldadito no estaba en su habitación. Cuando llegó el reportero miró detrás de la puerta y de las cortinas, en el cuarto de baño, debajo de la almohada, de las sábanas, del colchón, de la cama, en el cajón de una mesilla, por la ventana,... Pero no lo encontró.
- ¿Dónde se habrá metido? - se preguntó.
- …Pues sí, pues sí, un árbol es un árbol y seis árboles son media docena de troncos. Y si no cortaran ni quemasen tantos árboles, habría más árboles. No, no me mires así, ya sé que estás sorprendido de verme porque es la primera vez que me ves. Pero no te preocupes, estoy seguro de que nos veremos más veces porque mi habitación está aquí al lado, muy cerca de la tuya. Yo vendré para hablar contigo. Tú también puedes venir a mi habitación para que... yo hable contigo. Veo que te gusta escucharme y, como a mí me gusta que me escuches, haremos buena pareja…

El soldadito hablaba y hablaba sin parar a una estatua muy bonita y con cara de sorpresa que había en una sala de espera del hospital. Estaba tan ilusionado de que alguien lo escuchara sin moverse, sin interrumpirlo y sin irse después de empezar a oírle hablar, que seguía y seguía y seguía, casi sin dejarse tiempo para respirar. Ni siquiera se dio cuenta de la foto que le hizo el de la cámara al lado de la inmóvil figura.

Los pasos del retratista que hacía esas fotos a todos los personajes que venían del Bosque, dieron muchas vueltas por el gran hospital y llegaron a un lugar muy tranquilo y muy silencioso.

Fue cuanto comenzó a ir de puntillas para que no se oyeran sus pisadas sobre el suelo. Y llegó a donde dormía la bella jovencita. Por fin podía descansar la linda mozuela. Sus sueños eran tan bellos como ella. Su cara se veía contenta y estaba todavía más hermosa. Fue a quien el fotógrafo hizo más fotos, le hizo dos.

Pocos días más tarde, aparecieron todas esas fotos en la mejor revista de la ciudad. Además, las primeras hojas de sus páginas ponían estas cosas:
Nuestros sabios encontraron el otro día a nueve personajes fantásticos que vivían dentro del Bosque que ya no existe, porque se quemó por un descuido de las visitas. Es posible que hubiera más personajes, pero no hay ni rastro de ellos.
De todas formas, hasta ahora nadie conocía a estos seres ni sabía nada de ellos. Sin embargo, gracias a estas fotografías y a lo que dicen los libros viejos y deshojados de nuestra gran biblioteca olvidada, ya podemos saber su nombre completo y lo que les pasa a los pobrecillos... (sigue)

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