Querido amigo guerrillero, tu última carta de
hace varios meses me contaba tus venturas y desventuras circunstanciales, me
preguntabas cómo me iba en mi patria paterna, los Estados Unidos, y qué tal
estaba después de estos últimos años sin vernos. Tus sinceras palabras en
castellano, idioma materno que cultivo ahora más que nunca, me hicieron
recordar cómo nos conocimos y en qué circunstancias. Rememoré cómo andábamos a las pocas semanas de
ingresar por obligación estatal en el ejército español, a finales del año 1979.
Teníamos los cocos pelados casi al cero, los culos todavía llenos de caca de
crío y yo, como seguro recordarás, un inexpresivo y rudo talante que muchos
creían lleno de bravura y de impiedad...
Influenciados por las películas bélicas que ensalzan la guerra y a quienes la promueven, por los trajes de campaña mimetizados y por las boinas verdes ladeadas sobre cráneos de tropa, estábamos decididos a hacer las pruebas psicofísicas pertinentes para ingresar voluntariamente en aquella C.O.E., esa compañía de operaciones especiales del ejército español, y conseguir ser boinas verdes para hacer algo más interesante que perder el tiempo haciendo la entonces ineludible mili. Al menos eso creíamos nosotros inocentemente. ¡Qué capullitos de alhelí éramos!
De nuevo reviví cómo, tras pasar las pruebas de
acceso y ser uno de los mejores elementos, los mandos de la compañía desecharon
a un fornido y competente mancebo de nuestra quinta por el hecho de ser vasco.
Oímos decir que el terrorismo vasco se había nutrido en compañías de
operaciones especiales del ejército español.
Y también cómo, por no encontrarlos voluntarios
e ignorantes como nosotros para tales puestos claves, pactaron sus
reclutamientos con un cocinero y un médico a cambio de no ser maltratados o
sometidos a las vejaciones del entrenamiento militar que nos esperaba a los
demás pardillos.
Sentí a aquel cabezón, botarate, borracho y mal
nacido sargento... No recuerdo ahora el maldito nombre de aquel suboficial bala
perdida, aunque tú, como yo mismo, todavía llevarás en tus huesos las marcas de
sus torturas en nombre de la patria y del adiestramiento marcial. Esas
vejaciones quedaron en el olvido por no existir entonces una Oficina para la
Defensa del Soldado, donde se protegiese legalmente nuestra entonces pateada
dignidad. O, al menos, eso dicen que hacen.
El gilipollas la vio abandonada mientras los
inexpertos trotaban con el armamento de instrucción y cantaban lindezas
guerreras siguiendo el ritmo de sus pasos. El tonto del culo les mandó parar,
dejar en orden las armas, formar y que se echaran en tropel al agua sucia. Así,
sin más. Una vez cumplida la misión bélica de élite, todos empapados, sucios
y mal olientes, formaron de nuevo tras una nueva orden y, al ver una de las
armas sin su aprendiz de guerrillero y hacer recuento tres veces, se dieron
cuenta que faltaba uno.
Bucearon varios cabos entre la húmeda porquería
de la alberca y, rato después, uno de ellos se dio de narices con su cuerpo
inerte. Lo sacaron a duras penas, le hicieron el boca a boca y presionaron su
pecho, pero fue inútil revivirlo. Su morada piel les avisó de su muerte hacía
pocos minutos. La marca que tenía en un lado de su cabeza evidenciaba un fuerte
golpe dado sin intención por uno de sus propios compañeros, y la fatal
consecuencia: pérdida del conocimiento y ahogo consecuente.
Otro sonado ahogo que tampoco olvido nunca es
el de nuestra primera honda expansiva cercana, en las maniobras de explosivos.
Tan cercana que mató a otro de nuestros compañeros, haciéndole volar por los
aires y en pedazos más de cien metros a la redonda. La explosión también dejó
sordos, amputados y heridos a otros muchos, entre estos últimos estábamos
nosotros.
¡Esto es cosa de la Inteligencia Militar!,
decías tú. ¡Cabronazo, qué buen humor tenías entre la fatalidad! Y cómo lo echo
de menos ahora, amigo mío. Como echo de menos aquellos buenos momentos
literarios contigo en los que la creatividad y el arte afloraban, aliviaban
nuestro pesar entre tanto disparo, bomba y tontuna peligrosa, y daban sentido y
humor a nuestra incierta y joven existencia.
Joven
existencia que por poco no se nos acabó en las maniobras con fuego real para
deleite y cubre expediente de la plana mayor militar, donde casi nos matamos
entre nosotros por el fuego cruzado que armamos, gracias a las lumbreras
guerrilleras que planearon aquella batallita. ¿Recuerdas al pobre cabo que
patearon y arrestaron durante un mes por disparar por error su mortero en
ángulo recto (90º)? Cómo hizo correr el morterazo de ida y vuelta al tontaina
del capitán y al pelotón que lo acompañaba. ¡Ja! Qué risa y qué pepinazo cayó
luego cerca de ellos. Tragedia y comedia entremezcladas, para matarse de risa.
A
propósito de tragicomedia, nunca me has explicado qué hiciste con tu Manual de
Enajenación Guerrillera Moderna, como llamabas al diario que llevabas sobre
nuestro especial servicio militar. El día 23 de febrero de 1981, cuando el
Congreso de los Diputados de Madrid fue asaltado por unos militares golpistas y
dormimos vestidos y armados para intervenir si nos lo ordenaban, fue el último
día que me lo dejaste leer. No sé si seguiste escribiendo en sus páginas
después de licenciarnos un día después de lo previsto, tras el fallido golpe de
estado, el día 27.
Por tus cartas sé que no lo has hecho aún, pero
nunca te he preguntado si tienes la intención de publicar con detalle las
calamidades que vivimos juntos durante esos catorce meses. Un servicio militar
entre tropas de élite con boinas verdes no es un servicio militar cualquiera, pese
a ser una descarada imitación de los boinas verdes estadounidenses, un
sucedáneo de su poder militar y económico.
Así las cosas, a mi madre le alegró el cuerpo
que yo cumpliese con la patria española cuando me llegó la hora. Ella veía en
ello la posibilidad de tenerme cerca, afianzar mi nacionalidad española y
hacerme prescindir de la estadounidense por mi parte paterna. Sin embargo, y
pese a sus deseos e intenciones, el tiro le salió por la culata.
Con mi
cartilla militar española sellada (la Blanca), mi supuesto valor en toda regla
y mi poco expresivo rostro más inexpresivo todavía, partí hacia los Estados
Unidos con el propósito de ver a mi padre y pedirle algún dinero, del mucho que
le pagaban, para arreglar mi castigado ser durante ese tiempo de operaciones
especiales light o descafeinadas.
Él lo
hizo con todo gusto, me dio el doble de lo que necesitaba. No se me olvidará su
cara de satisfacción cuando me vio delgado, dolido y le hablé de ello con
pesar. Ni cuando me advirtió después con mucha seriedad: No pierdas el tiempo,
muchacho. Diviértete y descansa. Dentro de unas semanas sabrás lo que es bueno
de verdad.
Entonces
no supe que me tenía una sorpresa preparada tras el descanso, algo que me llevó
hasta donde ahora estoy, gracias a tener todas las papeletas legales para ello:
era yo ciudadano estadounidense por parte de padre, tenía probada calidad
moral, estaba en buenas condiciones físicas, también soltero, andaba entre los
17 y los 22 años y gozaba de buenas notas en el expediente académico
(convalidado en mi caso con un examen que realicé).
A
principios de abril del año 1981, sin decir ni pío de mi paso por la C.O.E.
española por si me perjudicaba, mi padre me llevó a un cuartel del ejército
estadounidense, famoso por su dureza, que en realidad no era otra cosa que
cruel enajenación mental, y su no va más de tal demencia: el prestigioso grupo
de operaciones especiales.
Sé que tú comprendes mi omisión de ciertos
datos que podrían comprometer la seguridad de ciertas personas, entre ellas la
mía y la de mi familia, pero veo necesario decirte ahora que mi padre
argumentaba, como justificación de su severo carácter, que la disciplina y el honor
permiten a los hombres ser grandes y llegar muy alto.
En aquel destacamento militar la experiencia
que yo llevaba del otro lado del Atlántico me sirvió para aguantar las
barbaridades que me imponían. Con el tiempo, los mandos bajo los que yo servía
vieron también en la inexpresividad de mi rostro a un espécimen con aptitudes
para dar guerra y batallar sin cuartel, como se dice por mi tierra materna.
Llevado por tales autoridades guerreras, mi
padre y mi conformidad, me sometieron a tests y a pruebas de todo tipo, mucho
más intensas, sofisticadas y dementes que las que hicimos tú y yo en nuestra
España, pero eso sí, teñidas de una capa psicológica de último estudio
científico que no dejaba lugar a dudas.
De esta manera, superadas con notas
espectaculares todas las barreras selectivas que me impusieron, ingresé en un
selecto grupo de operaciones especiales del ejército estadounidense. Durante
los meses posteriores volví a ver cosas parecidas a las que vimos juntos en la
C.O.E. española. La principal diferencia era la increíble cantidad de dinero
estatal que mantenía al ejército en general y, sobre todo, a nuestra unidad en
particular.
Armamento y equipos de campaña, entrenamiento y adiestramiento
guerrilleros eran sofisticadísimos, sofisticación que hoy supera con creces la
realidad de cualquier película sobre el tema que hayas visto. Fue así como me
hicieron soldado de gran prestigio o, por decirlo de manera más clara,
mercenario a sueldo del mejor postor, del país más rico del mundo moderno.
Y amigo
mío, para calamidades las que yo he vivido desde aquellas fechas. Todas ellas
fuera de los Estados Unidos, en otros países más atrasados o en vías de
desarrollo económico, donde mi nación paterna tiene intereses económicos,
declarados o no. De forma jocosa y con la bravuconería de quien se cree
superior a alguien, cuando nos tocaba salir hacia una misión especial y secreta
decíamos con nuestra jerga guerrillera e imperativa de élite: let´s go
shopping!, o sea, ¡vamos de compras!.
Con ese ánimo mercantil viajábamos a una
incierta y caótica aventura guerrera, bien adiestrado todo lo necesario de
nosotros mismos, menos nuestra iniciativa y nuestra capacidad de reflexión, y
con un sueldo lo suficientemente elevado como para suprimir dudas o
remordimientos de conciencia. La élite tropera, ya sabes. Y no como en España,
que recibíamos del estado una puta miseria y dos duros más por peligrosidad... (sigue)
Para contactos editoriales o profesionales, escribir e-mail.
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