sábado, 26 de septiembre de 2020

Tropas de Élite

Querido amigo guerrillero, tu última carta de hace varios meses me contaba tus venturas y desventuras circunstanciales, me preguntabas cómo me iba en mi patria paterna, los Estados Unidos, y qué tal estaba después de estos últimos años sin vernos. Tus sinceras palabras en castellano, idioma materno que cultivo ahora más que nunca, me hicieron recordar cómo nos conocimos y en qué circunstancias. Rememoré cómo andábamos a las pocas semanas de ingresar por obligación estatal en el ejército español, a finales del año 1979. Teníamos los cocos pelados casi al cero, los culos todavía llenos de caca de crío y yo, como seguro recordarás, un inexpresivo y rudo talante que muchos creían lleno de bravura y de impiedad...

Influenciados por las películas bélicas que ensalzan la guerra y a quienes la promueven, por los trajes de campaña mimetizados y por las boinas verdes ladeadas sobre cráneos de tropa, estábamos decididos a hacer las pruebas psicofísicas pertinentes para ingresar voluntariamente en aquella C.O.E., esa compañía de operaciones especiales del ejército español, y conseguir ser boinas verdes para hacer algo más interesante que perder el tiempo haciendo la entonces ineludible mili. Al menos eso creíamos nosotros inocentemente. ¡Qué capullitos de alhelí éramos!

De nuevo reviví cómo, tras pasar las pruebas de acceso y ser uno de los mejores elementos, los mandos de la compañía desecharon a un fornido y competente mancebo de nuestra quinta por el hecho de ser vasco. Oímos decir que el terrorismo vasco se había nutrido en compañías de operaciones especiales del ejército español.

Y también cómo, por no encontrarlos voluntarios e ignorantes como nosotros para tales puestos claves, pactaron sus reclutamientos con un cocinero y un médico a cambio de no ser maltratados o sometidos a las vejaciones del entrenamiento militar que nos esperaba a los demás pardillos.

Sentí a aquel cabezón, botarate, borracho y mal nacido sargento... No recuerdo ahora el maldito nombre de aquel suboficial bala perdida, aunque tú, como yo mismo, todavía llevarás en tus huesos las marcas de sus torturas en nombre de la patria y del adiestramiento marcial. Esas vejaciones quedaron en el olvido por no existir entonces una Oficina para la Defensa del Soldado, donde se protegiese legalmente nuestra entonces pateada dignidad. O, al menos, eso dicen que hacen.

Todavía oigo los disparos que aquel hijoputa descerebrado con galoncillos propinaba al aire de madrugada con su pistola reglamentaria simulando una alarma nocturna, después de llegar de juerga con otros suboficiales y pequeños mandos, gritándonos mofas y amenazas. Sí, aún los distingo entre la oscuridad y el frío nocturno que nos envolvían entonces, haciéndonos despertar con violencia y formar filas sobre el barro, moliéndonos luego a patadas y puñetazos por sorprender sentado y dormitando a un compañero nuestro de guardia. El pobre recibió el triple que nosotros, ¡cómo le dejó la cara!... ¿Qué será de él ahora?

En mi actual casa todavía conservo el escueto recorte de prensa de un periódico local, donde se cita sin detalles la muerte de aquel compañero nuestro de diecisiete años, durante la fase de instrucción para conseguir su boina verde. Sí, aquel pobre novato murió después de que a un iluminado de bajo rango se le ocurriera como ejercicio marcial que todos los novatos se tirasen a una alberca abandonada llena de agua sucia e inmundicias.

El gilipollas la vio abandonada mientras los inexpertos trotaban con el armamento de instrucción y cantaban lindezas guerreras siguiendo el ritmo de sus pasos. El tonto del culo les mandó parar, dejar en orden las armas, formar y que se echaran en tropel al agua sucia. Así, sin más. Una vez cumplida la misión bélica de élite, todos empapados, sucios y mal olientes, formaron de nuevo tras una nueva orden y, al ver una de las armas sin su aprendiz de guerrillero y hacer recuento tres veces, se dieron cuenta que faltaba uno.

Bucearon varios cabos entre la húmeda porquería de la alberca y, rato después, uno de ellos se dio de narices con su cuerpo inerte. Lo sacaron a duras penas, le hicieron el boca a boca y presionaron su pecho, pero fue inútil revivirlo. Su morada piel les avisó de su muerte hacía pocos minutos. La marca que tenía en un lado de su cabeza evidenciaba un fuerte golpe dado sin intención por uno de sus propios compañeros, y la fatal consecuencia: pérdida del conocimiento y ahogo consecuente.

Otro sonado ahogo que tampoco olvido nunca es el de nuestra primera honda expansiva cercana, en las maniobras de explosivos. Tan cercana que mató a otro de nuestros compañeros, haciéndole volar por los aires y en pedazos más de cien metros a la redonda. La explosión también dejó sordos, amputados y heridos a otros muchos, entre estos últimos estábamos nosotros.

Mira que hacer lo que hizo ese chaval: poner juntos la trilita prensada con el cebo. Menos mal que desde entonces los mandos militares cayeron en la cuenta: el detonante sensible (el cebo) debe ir siempre separado de la trilita prensada (el explosivo). Menos mal que a partir de esa estúpida tragedia ordenaron llevar las dos cosas en parejas, uno cada cosa y con sumo cuidado. Se dice pronto.

¡Esto es cosa de la Inteligencia Militar!, decías tú. ¡Cabronazo, qué buen humor tenías entre la fatalidad! Y cómo lo echo de menos ahora, amigo mío. Como echo de menos aquellos buenos momentos literarios contigo en los que la creatividad y el arte afloraban, aliviaban nuestro pesar entre tanto disparo, bomba y tontuna peligrosa, y daban sentido y humor a nuestra incierta y joven existencia.

Joven existencia que por poco no se nos acabó en las maniobras con fuego real para deleite y cubre expediente de la plana mayor militar, donde casi nos matamos entre nosotros por el fuego cruzado que armamos, gracias a las lumbreras guerrilleras que planearon aquella batallita. ¿Recuerdas al pobre cabo que patearon y arrestaron durante un mes por disparar por error su mortero en ángulo recto (90º)? Cómo hizo correr el morterazo de ida y vuelta al tontaina del capitán y al pelotón que lo acompañaba. ¡Ja! Qué risa y qué pepinazo cayó luego cerca de ellos. Tragedia y comedia entremezcladas, para matarse de risa.

A propósito de tragicomedia, nunca me has explicado qué hiciste con tu Manual de Enajenación Guerrillera Moderna, como llamabas al diario que llevabas sobre nuestro especial servicio militar. El día 23 de febrero de 1981, cuando el Congreso de los Diputados de Madrid fue asaltado por unos militares golpistas y dormimos vestidos y armados para intervenir si nos lo ordenaban, fue el último día que me lo dejaste leer. No sé si seguiste escribiendo en sus páginas después de licenciarnos un día después de lo previsto, tras el fallido golpe de estado, el día 27.

Por tus cartas sé que no lo has hecho aún, pero nunca te he preguntado si tienes la intención de publicar con detalle las calamidades que vivimos juntos durante esos catorce meses. Un servicio militar entre tropas de élite con boinas verdes no es un servicio militar cualquiera, pese a ser una descarada imitación de los boinas verdes estadounidenses, un sucedáneo de su poder militar y económico.

Por entonces mi padre ya estaba separado de mi madre desde hacía unos años. Los dos se conocieron estando él destinado en la base aérea de Torrejón de Ardoz, en Madrid. Siendo yo casi un adolescente se separaron y mi padre se fue a Estados Unidos, su país de origen. Mi madre se hizo cargo de mi custodia, la ley se la daba y mi norteamericano progenitor no puso pegas.

Así las cosas, a mi madre le alegró el cuerpo que yo cumpliese con la patria española cuando me llegó la hora. Ella veía en ello la posibilidad de tenerme cerca, afianzar mi nacionalidad española y hacerme prescindir de la estadounidense por mi parte paterna. Sin embargo, y pese a sus deseos e intenciones, el tiro le salió por la culata.

Con mi cartilla militar española sellada (la Blanca), mi supuesto valor en toda regla y mi poco expresivo rostro más inexpresivo todavía, partí hacia los Estados Unidos con el propósito de ver a mi padre y pedirle algún dinero, del mucho que le pagaban, para arreglar mi castigado ser durante ese tiempo de operaciones especiales light o descafeinadas.

Él lo hizo con todo gusto, me dio el doble de lo que necesitaba. No se me olvidará su cara de satisfacción cuando me vio delgado, dolido y le hablé de ello con pesar. Ni cuando me advirtió después con mucha seriedad: No pierdas el tiempo, muchacho. Diviértete y descansa. Dentro de unas semanas sabrás lo que es bueno de verdad.

Entonces no supe que me tenía una sorpresa preparada tras el descanso, algo que me llevó hasta donde ahora estoy, gracias a tener todas las papeletas legales para ello: era yo ciudadano estadounidense por parte de padre, tenía probada calidad moral, estaba en buenas condiciones físicas, también soltero, andaba entre los 17 y los 22 años y gozaba de buenas notas en el expediente académico (convalidado en mi caso con un examen que realicé).

A principios de abril del año 1981, sin decir ni pío de mi paso por la C.O.E. española por si me perjudicaba, mi padre me llevó a un cuartel del ejército estadounidense, famoso por su dureza, que en realidad no era otra cosa que cruel enajenación mental, y su no va más de tal demencia: el prestigioso grupo de operaciones especiales.

Sé que tú comprendes mi omisión de ciertos datos que podrían comprometer la seguridad de ciertas personas, entre ellas la mía y la de mi familia, pero veo necesario decirte ahora que mi padre argumentaba, como justificación de su severo carácter, que la disciplina y el honor permiten a los hombres ser grandes y llegar muy alto.

En aquel destacamento militar la experiencia que yo llevaba del otro lado del Atlántico me sirvió para aguantar las barbaridades que me imponían. Con el tiempo, los mandos bajo los que yo servía vieron también en la inexpresividad de mi rostro a un espécimen con aptitudes para dar guerra y batallar sin cuartel, como se dice por mi tierra materna.

Llevado por tales autoridades guerreras, mi padre y mi conformidad, me sometieron a tests y a pruebas de todo tipo, mucho más intensas, sofisticadas y dementes que las que hicimos tú y yo en nuestra España, pero eso sí, teñidas de una capa psicológica de último estudio científico que no dejaba lugar a dudas.

De esta manera, superadas con notas espectaculares todas las barreras selectivas que me impusieron, ingresé en un selecto grupo de operaciones especiales del ejército estadounidense. Durante los meses posteriores volví a ver cosas parecidas a las que vimos juntos en la C.O.E. española. La principal diferencia era la increíble cantidad de dinero estatal que mantenía al ejército en general y, sobre todo, a nuestra unidad en particular.

Armamento y equipos de campaña, entrenamiento y adiestramiento guerrilleros eran sofisticadísimos, sofisticación que hoy supera con creces la realidad de cualquier película sobre el tema que hayas visto. Fue así como me hicieron soldado de gran prestigio o, por decirlo de manera más clara, mercenario a sueldo del mejor postor, del país más rico del mundo moderno.

Y amigo mío, para calamidades las que yo he vivido desde aquellas fechas. Todas ellas fuera de los Estados Unidos, en otros países más atrasados o en vías de desarrollo económico, donde mi nación paterna tiene intereses económicos, declarados o no. De forma jocosa y con la bravuconería de quien se cree superior a alguien, cuando nos tocaba salir hacia una misión especial y secreta decíamos con nuestra jerga guerrillera e imperativa de élite: let´s go shopping!, o sea, ¡vamos de compras!.

Con ese ánimo mercantil viajábamos a una incierta y caótica aventura guerrera, bien adiestrado todo lo necesario de nosotros mismos, menos nuestra iniciativa y nuestra capacidad de reflexión, y con un sueldo lo suficientemente elevado como para suprimir dudas o remordimientos de conciencia. La élite tropera, ya sabes. Y no como en España, que recibíamos del estado una puta miseria y dos duros más por peligrosidad... (sigue)

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