Los ingleses y sus aliados holandeses llevaban preparando una
nueva flota desde hacía tiempo y su reacción bélica no se hizo esperar. Como
consecuencia de la estrepitosa derrota de la anterior expedición, en la que
perdieron la vida los jefes corsarios Drake y Hawkins, de la conquista
realizada por los tercios de los Austrias en abril de 1596 de la ciudad de Calais, punto costero de Francia más
cercano a Inglaterra, y de la inminente amenaza de nueva invasión, la reina
Isabel I de Inglaterra y sus generales decicieron atacar a la importante flota
hispana amarrada en Cádiz...
Del puerto de Plymouth volvieron a zarpar el 13 de junio de 1596 cuatro escuadras de guerra compuestas por unas
ciento cincuenta naves con más de catorce mil hombres, a las que se añadieron
barcos y soldados de las Provincias Unidas. Comandando la flota y su marinería
se encontraba Charles Howard, almirante, barón de Effingham (condado inglés de
Surrey), primer conde de Nottingham (centro de Inglaterra), pariente de Isabel
I de Inglaterra y diseñador de la eficaz estrategia de acoso a la Grande y Felicísima Armada
de Felipe II en 1588; y al mando de los mercenarios para desembarco, el ya
visto Robert Dereveux, conde de Essex, favorito de Isabel I y participante con Francis
Drake y John Norreys en el ataque inglés de 1589.
Marina Real británica, cuadro de Willem van de Velde, 1693 |
Fuera de la bahía de Cádiz, un intenso cañoneo comenzó a primeras
horas de la mañana del día 30 de junio
entre los barcos atacantes y los defensores, quienes estaban desprevenidos, mal
organizados y abastecidos. Varios galeones hispanos acabaron capturados y otros
encallados en la bahía e incendiados por sus capitanes. Desde su palacio en
Jeréz de la Frontera,
Alonso Pérez de Guzmán y Sotomayor, señor de Sanlúcar de Barrameda, conde de
Niebla, marqués de Cazaza, duque de Medina Sidonia, capitán general de
Andalucía e incapacitado comandante de la Grande y Felicísima Armada, ordenó una leva o
reclutamiento en las poblaciones cercanas y unos cinco mil milicianos
inexpertos, mal armados y sin mando se distribuyeron por las defensas de la
ciudad.
Los asaltantes desembarcaron el 1 de julio y tomaron la ciudad tras una breve resitencia. El día 2 se rindieron el resto de las
tropas fortificadas y por la tarde el conde Robert Devereux permitió a sus
soldados el saqueo de Cádiz. El fraile franciscano Pedro de Abreu escribió poco
después en su crónica, titulada Historia del saqueo de Cádiz por los ingleses
en 1596, que trataron muy bien a los gaditanos y sobre todo a las mujeres, sin
ofenderlas de ninguna manera, dejándolos salir poco a poco de la ciudad con lo
puesto pero sin represalias.
Las autoridades eclesiásticas y aristócratas de la zona se
reunieron el día 3 con los mandos
angloholandeses para negociar. Alonso Pérez de Guzmán ordenó el mismo día
quemar más de treinta naves, entre galeras de la
Gran Armada y naos de la flota de las
Indias (naves con cubierta y velas pero sin remos), refugiadas antes del ataque
en la cercana costa de Puerto Real. A cambio de liberar a los gaditanos, los
ocupantes pidieron la liberación de una cincuentena de soldados ingleses
apresados en anteriores enfrentamientos y un rescate de ciento veinte mil
ducados de oro.
Hasta recibir el pago acordado, los invasores retuvieron como rehenes
a más de sesenta personas. Pedro de Abreu cita los nombres de ocho prebendados
de la iglesia-catedral de Cádiz, trece corregidores y regidores, veintiséis
caballeros y ciudadanos, nueve mercaderes flamencos (uno de ellos con su mujer
e hijos) y tres más que llama de rescate. Desde el día 6, los angloholandeses celebraron funerales por sus soldados
muertos en la catedral de Cádiz y el conde Robert Devereux premió a un buen
número de oficiales distinguidos en la batalla.
Después de barajar varias posibilidades y no recibir el pago del
secuestro, Howard y Devereux ordenaron reembarcar a sus tropas el día 14 de julio e incendiar Cádiz,
incluyendo su catedral, el palacio del obispo y el del gobernador. El día
siguiente zarparon con los rehenes, diecinueve naves hispanas, y el botín
gaditano, que incluía una gran cantidad de barriles y barricas de jerez, vino
blanco, fino y seco de alta graduación elaborado en Jerez de la Frontera y sus
alrededores. Echaron anclas en la costa de Faro (Algarve portugués), a poco más
de ciento cincuenta kilómetros de Cádiz, desembarcaron tropas de asalto y
quemaron la ciudad motivados por el jerez.
Tras de este remate bélico, las naves inglesas regresaron al
puerto de Plymouth, haciendo popular su hazaña y el caldo jerezano. Desde
aquellos días, los ingleses llamaron indiferentemente al vino de jerez seck
wine (vino seco) y sacke wine (vino de saqueo), sintiéndose muy interesados
por él y, sobre todo, por las tierras del sur de Hispania que lo producían.
Los rehenes hispanos llegaron a Inglaterra y las primeras semanas
disfrutaron de buen trato y atenciones. Según una carta firmada y enviada por
veintiún prisioneros supervivientes al Cabildo de Cádiz a principios de 1598
(conservada en su Archivo Municipal), en la que relatan su penoso estado y
suplican ayuda para ser liberados, un número indeterminado de rehenes de alto
rango fue liberado tras el pago de una parte del rescate. Por los restantes no
llegó dinero alguno y padecieron la desidia de sus paisanos en las mazmorras de
la Fortaleza Real
o Torre de Londres, de donde pocos salieron con vida el año 1603, tras fallecer
la reina Isabel I de Inglaterra.
El saqueo de Cádiz irritó considerablemente al
rey Felipe II de Habsburgo (quien tenía setenta años de edad, padecía grandes
dolores por gota y artrosis, y la mano derecha inmóvil), así como a su plana
mayor. Prueba es que la venganza no tardó en producirse... (sigue)
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