lunes, 26 de octubre de 2020

El Escribidor

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Un recorrido en tren por una gran ciudad a través de diversos formatos literarios y formas literarias, poniendo en evidencia a nuestra sociedad descabezada, loco mundo contemporáneo donde volverse loco es estar cuerdo. Una historia con muchas historias para no perderse y reírse mientras tanto.

(muestra)

Capítulo I

Tenía el cuerpo dolorido y la sensación de haber hecho un tremendo esfuerzo sin haberse levantado de la cama. Miró el reloj con los ojos entornados y haciéndole chiribitas, en la penumbra del habitáculo destacaban los luminosos números digitales de color rojo. Su intención estaba todavía en el espacio que hay entre el sueño y la vigilia.

Adentrándose en la bruma de su despertar, Máximo Expósito recordó haber soñado que intentaba avanzar por una zona oscura e inhóspita, donde el simple acto de andar le resultaba penoso. Un persistente y frío viento mugía y le embestía como res furiosa, arrastrando corpúsculos que se incrustaban en sus ojos. Apenas podía abrirlos para dilucidar el camino a seguir, más que nada lo intuía. El cabello parecía querer arrancarse y retroceder para acompañar al viento. Su apesadumbrado rostro casi había desaparecido bajo la fría escarcha. La ropa que llevaba era holgada, suficiente para soportar el helor y permitirle el desplazamiento con cierta comodidad.

Su andar era lento y estaba ayudado por un bastón, le servía de soporte al topar con alguna irregularidad del terreno no vista o para equilibrar su ser en algún traspié que le hiciese tambalear. En uno de esos traspiés cayó al suelo, a pesar del bastón, se aupó con daño y reanudó la marcha.

Mientras avanzaba por aquel paraje sinuoso, le preocupaba… bueno, la verdad es que no era preocupación, era como si trazara un camino que tenía que trazar, como si hiciese algo que debía hacer, como si lo buscado y quien lo buscaba fuesen la misma cosa.

Sólo podía agachar la cabeza ante aquel invisible fenómeno natural que todo cambiaba, adivinar el sendero a seguir y ver sus blanqueadas punteras. Mirándolas, recordó las puntas que hacen de cuña en nuestro caminar: Primero la punta del calzado, protector de los pies que nos llevan; seguidamente, las puntas de las manos, manos que equilibran los dos lados, expresan sentimientos y son libro abierto de nosotros mismos; después, la punta de la nariz, contenedora del principal sentido evocador, de nuestro primer sentido sentido; y, para finalizar, otra punta susceptible de hacerse chiste a la más mínima oportunidad por chismorreos graciosillos, por lo que ahora es mejor no tocarla.

Poco a poco, la gran y penosa andadura le provocaba llagas que se iban descarnando y le producían un intenso dolor. El rostro encogía cada milímetro de su extensión. Intentaba desahogar su pesar cuando, de pronto, oyó unos lamentos que se intercalaron entre los bramidos del viento, ahogaron el suyo y provocaron su atención. Sus facciones se expandieron ante tal sorpresa.

A cierta distancia, unas siluetas hincaban su faz en el frío viento intentando avanzar con más intención que con eficacia. Máximo no pudo reconocer a ninguna. Parte de ellas retrocedían vencidas. Otras paraban para recuperar el aliento, mirar su alrededor e intuir siluetas de otros seres humanos, o al menos eso parecían, para, momentos más tarde, continuar quejosas el trasiego. Algunas desaparecían como si hubiesen llegado a formar parte de aquella desfavorable intemperie a barlovento. Y pocas se desviaban, recorriendo otros senderos quizá más venturosos.

Su propósito y fortaleza se resquebrajaban inevitablemente, no podía seguir. Necesitaba alguna clase de alivio, por pequeño que fuese. Miró al frente y divisó una piedra no demasiado grande en la cercanía. Llegó a su vera. Pudo sentarse y permanecer a su socaire.

Mientras intentaba reflexionar sobre el porqué de aquella aventura y el estado en el que se encontraba, una tenue luz resplandeció entre el polvo arrastrado por el persistente viento, algo así como claro discernimiento entre atontamiento supino. Oscilaba de un lado a otro acompasadamente, con movimiento lento y preciso, producto de un caminar seguro y sereno. Parecía surgir de la nada y dirigirse hacia su persona.

Un hombre provecto y enjuto, de débil apariencia, se detuvo cerca de donde estaba. A escasa distancia de su semblante, cubierto por la capucha de una recia túnica, su mano derecha empuñaba un candil, en la izquierda llevaba un pequeño pergamino enrollado. Tenía un pulso increíblemente firme, no se percibía de su traza ni el más ligero temblor, pese a su edad y al frío que hacía.

La estupefacción de Máximo se desbordó al verlo con nitidez. Una larga y cana barba le crecía sobre un rostro tremendamente parecido al suyo. Se mantuvo en la obnubilación durante algún tiempo, no sabría precisar cuanto, y el recién llegado esperó sin prisa que saliera del ensimismamiento y reaccionase.

El viento comenzó a amainar, se rendía ante la llegada de aquél venerable ser, a quien Máximo, por fin, solicitó ayuda.

- Por favor, ¿sabe el camino?

- ¿Qué camino?

Le devolvió la pregunta y no supo qué contestar.

-¿Por dónde puedo ir?

-¿Ir a dónde?

-¿Está por aquí el lugar donde se pueden encontrar las respuestas esenciales impresas en palabras?

-¿Existe un sitio así?

Máximo creyó que le estaba tomando el pelo. Las respuestas, enredadas con el cansancio, aumentaron su mal humor y pensó increpar al longevo con poca delicadeza.

Pero antes, consciente de su sentir, el viejo guardó el pergamino, le acercó la palma abierta de su mano izquierda y añadió:

-¿Podría tu amabilidad prestarme el bastón? El que yo tenía se quebró por tanta duda soportada.

Se lo ofreció dudándolo un instante, no advirtiendo todavía muy bien la lección que le estaba proporcionando.

- Suyo es.

- Gracias.

Tras apoyarlo en el suelo y sentirse a gusto con él, el añoso reanudó su marcha en el mismo sentido que llevaba, distinto al de Máximo Éste lo observó con interés durante su alejamiento.

Apenas unos pasos recorrió el viejo cuando se detuvo, giró su cabeza resguardada bajo la capucha, clavó sus profundos y pequeños ojos azules en los de la intriga, y dijo sentenciosamente:

- Para plasmar lo esencial sobran páginas de un pequeño folleto. Procura estar alerta, pues el mundo que te rodea no es lo que aparenta.

Algo en el interior de Máximo se removió, le hizo seguir sus pasos y solicitar su compañía.

- ¿Puedo ir con usted?

Palabras mágicas parecieron ser. Después de pronunciadas, desapareció aquel inefable, extraordinario y arcano ser entre una densa niebla formada como por encanto, dejando caer tras de sí el menudo pergamino.

Máximo lo recogió rápidamente con la intención de devolvérselo. Se introdujo en la calígine. Palpó en vano intentando encontrarlo. Lo llamó con insistencia una y otra vez, pero no respondió.

Desistió, y con poca visibilidad leyó lo que en un principio juzgó como parrafada de aire misógino, nada más lejos, sin tener en cuenta el simbolismo proveedor de otra lectura mucho más acertada.

 Si miras con tus ojos solo verás lo que ves

Paseaba por el bosque.
Era bella, preciosa,
adorable, hermosa.
Estaba en aquel bosque.
La mujer que yo amaba
me ofreció una manzana
de apariencia muy sana.
Mientras la masticaba
noté su amargo sabor,
estaba envenenada.
Una gran carcajada
urló del todo a mi amor.
Caí redondo al suelo
a  causa del veneno.
Carcajadas sin freno
apagaron el cielo.
Boca arriba tendido,
una lágrima brotó,
mi corazón se paró
y me quedé dormido.
No notaba el tiempo pasar,
cuando alguien, de repente,
me besó suavemente
y logró hacerme olvidar.
Me dijo un rato después,
cogiéndome las manos:
Si miras con tus ojos
sólo verás lo que ves.

Y sucedió que...
- ¡Podrías tocarte lo que yo te dijera! - le asustó una voz alta al creerse en la más absoluta soledad.- ¡Ya está bien de sobar! - siguió diciendo la voz al sentirse intimidada por su persistente búsqueda.

- Disculpa, no ha sido mi intención. Estaba buscando…

Aquella irritación y el agresivo comportamiento sorprendieron poco la sorpresa de Máximo, que intentó aclarar el asunto y averiguar quién era. Se recogió breves segundos acariciando su barbilla con el fin de reflexionar, reaccionar sin humillar y arreglar la situación de manera positiva y satisfactoria para ambos. Cuando se incorporó con determinación dialogadora, la persona había desaparecido.

No entendía absolutamente nada. El cansancio era abrumador. No estaba en situación de enfadarse más, ni de complicarse la vida por cosas sin importancia. No podía responder con seguridad de su persona arrastrando esa imperiosa necesidad de descanso. Sería tener dos o más problemas en vez de uno. Con ese le bastaba.

Su desorientación era total. No sabía dónde dirigirse, cuando oyó un ligero murmullo en la distancia. Sacando fuerzas de flaqueza, continuó la andadura.

Avanzó con tesón al ritmo de sus pesados pasos. La bruma comenzaba a despejarse a la par. Fue entonces cuando, paulatinamente, entre la oscuridad, Máximo divisó un destello de color rojo. Eran los números digitales del reloj, señalaban las 7:02...


Capítulo VIII

La maravilla mecánica había efectuado otra de sus cortas y obligadas paradas. Ya había salido y entrado la mayoría de la gente. Pero todavía quedaban algunas personas que entraban corriendo poseídas de ansia temporal, (relativa a la opresión por el tiempo), como competidores en la línea de meta de una extraña carrera.

Un individuo, siguiendo las reglas de un hipotético Juego del Desquicio, donde el ganador es quien más tiempo gana siendo el último, corría con el rostro desencajado y con el afán de introducirse en el vagón a toda costa.

Por seguir su horario indefectiblemente, por negligencia del conductor, o por ninguna de las dos razones, las puertas comenzaron a cerrarse. El personaje, haciendo gala de la agilidad que proporciona ver en el cine o en la televisión tanta película de acción… violenta, pegó un brinco de gacela pellizcada en parte sensible. Pero con tan mala ventura, según él, que chocó con las puertas ya unidas y cayó al suelo en mala postura. Retorcido en el suelo, le echó la culpa de su acción al objeto que se alejaba. Y únicamente las estudiadas composiciones de los trabajosos carteles publicitarios situados en la estación escucharon sus quejas.

Desde dentro, todo el mundo disfrutó del espectáculo, excepto un joven de pelo largo y aspecto desaliñado que se quitó unos auriculares de las orejas, se dirigió hacia las puertas y pulsó el botón verde intentando abrirlas para ayudar al accidentado. No pudo ser. Muy pocos se dieron cuenta del detalle. Algunos lo miraron con desconfianza.

El joven calzaba unas botas militares de gruesas suelas, punteras reforzadas y larguísimos cordones. Vestía pantalón negro ceñido y camisa del mismo color. Llevaba estampada en la espalda la imagen de un grupo de música rock, resaltaban calaveras y cruces salpicadas de un color rojo intenso. Sujetaba con su mano derecha una cazadora de cuero negro doblada sobre una carpeta repleta de pegatinas diversas, junto con un grueso libro.

De los dos diminutos auriculares se escapaba un perceptible ritmo diabólico marcado por una rápida, feroz y machacona percusión que ahogaba la gritada melodía.
 
Al frustrarse su altruista intento de auxilio, apartó el largo cabello de sus orejas y volvió a colocarse sobre ellas los auriculares, cuyo par de cables se hacían uno y terminaba en un bolsillo de la camisa, donde reposaba el radiocasete portátil.

Se situó cerca de la puerta, en uno de los recodos. Presa del frenético compás, lo marcaba obsesivamente, alternando los pies y sincopando a su libre albedrío con la mano libre. El efecto de aquel sonido elevó su tensión. Movido por el elevado volumen del reducido aparato electrónico de gran potencia, (las pilas debían ser alcalinas), provocó unos solos descoordinados de una danza improvisada por su agitada cabeza. Todo ello mientras sonaba tenue la tranquila música ambiental en los escondidos altavoces del interior.

Poco después, las puertas de conexión entre vagones fueron abiertas por un lado y cerradas rápidamente. Dos individuos de mala pinta y bajos modales recorrieron con paso vivo el pasillo sorteando pasajeros y guardando el equilibrio, puesto a prueba por el incesante vaivén. Desaparecieron por el otro lado ofreciendo la misma operación inicial.

Minutos más tarde, se presentaron por el mismo sistema, pero con mucha más calma, el revisor y dos guardias de seguridad acompañándolo. No era habitual ver al responsable del tren escoltado por personal adiestrado para intimidar, pero a veces surgía y ésta era una de ellas.

Un conveniente y firme ¡buenos días! era suficiente para advertir a los adormilados y despistados de su presencia. Todo el mundo sacaba su título de transporte reglamentario sin rechistar, menos los evadidos. También había quienes no pudiendo huir ponían una reiterada excusa intentando solventar el mal trago de ser descubiertos sin billete. 

- Toda la vida pagando el abono de transporte mensual… Ayer se me olvidó comprarlo y hoy voy a tener que pagar como si me hubiese colado. Esto me pasa por ser honrado. A esos dos que han pasado hace un momento los he visto así varios días y no sucede nada de nada. Cuando no los ve, no quiere verlos. - desahogó con comparada amargura un desencantado del sistema de desembolso.

- Viene el pica otra vez. - avisó un joven estudiante.

Un grupo de universitarios, viendo la proximidad del requeridor, comenzó a desenvainar su personal e intransferible título de transporte mensual con molestia. Al llegar a su altura unos se lo mostraron, otros se negaron a hacerlo.

- ¿Tenéis billete?

- Sí, ya se lo enseñamos antes, cuando pasó sin escolta. - respondió con sorna una chica de perspicaz personalidad.

El uniformado, herido en su autoridad, se sintió ofendido y amenazó un ataque con su libreta sancionadora y el aparato picador de billetes.

- Enseñádmelo de nuevo, haced el favor. - ordenó con desdén.

Para evitar conflictos, innecesarios por otra parte, todos mostraron sus títulos válidos, menos la perspicaz señorita.

- Muéstramelo o tendrás que abonarme el suplemento de la sanción o abandonar el tren en la próxima parada. - le aconsejó mirando a los dos uniformados armados.
 La estudiante lo sacó a regañadientes y lo puso cerca de su cara.

- Aquí lo tiene de nuevo.
- Bien, ahora dame el carné de identidad, por favor.
 
La universitaria, segura de tener todo en regla, se tomó su tiempo y organizó una impaciente espera. Buscó, rebuscó, lo sacó muy tranquilamente del interior de su carpeta cargada de apuntes y se lo entregó.
- Lástima de dinero que se gasta en vuestra educación. Por lo visto no sirve para nada. - sentenció tras cotejar ambos documentos legítimos y devolvérselos sin cortesía.

El inspector reanudó su labor seguido de los recios emparejados, verificando que el poder, en cualesquiera de sus escalas y matices, puede corromper, erotizarse, turbar razón, o agriar cualquier tipo de leche. Dejó su estela un tenso silencio que dio paso a la comidilla del grupo mientras se alejaba examinando.

El manejable radiocasete continuaba marcando los movimientos del joven de lúgubre atuendo, ausentándolo del mundo circundante. Un par de sorpresivos toques en su espalda le hicieron regresar con un ligero sobresalto.
 
- ¡Billete, por favor! - añadió el interventor elevando el volumen de su petición.

El joven destapó sus orejas, apagó el alterador portátil y comenzó a buscar el salvoconducto sin recordar donde lo había guardado.
 
- No recuerdo donde lo puse. Cada vez lo dejo en un sitio diferente. - alegó alterado por la comparecencia del trío inquisidor mientras buscaba sin pausa pero con prisa.

El empleado ferroviario, víctima de la arrogancia que puede impregnar una utopía llamada justicia, abrió su libreta sancionadora y sacó la punta del bolígrafo. Detrás de él aguardaban los encargados de la seguridad con algunas prendas de vestir similares a las de quien custodiaban.

En tanto esto sucedía, un creciente alboroto fue atrayendo la atención de todos los asistentes existentes.
 
- ¡¡Un médico!!… ¡¡¿Hay algún médico?!! - reclamó una voz con alarma entre un tumulto de personas agolpadas.
 
El joven desaliñado intentó dejar plantados a sus interlocutores, pero uno de los armados le cerró el paso.
 
- Debo ir, soy médico. - aclaró.
 
Ante la sorpresa e indecisión de los tres, el joven corrió en dirección al alboroto.
 
- ¡Por favor, déjenme pasar, soy médico! - dijo abriéndose paso entre la gente e impresionando a más de tres - ¿Qué ha pasado?
 
- ¡No sé… Estaba normal,… de pronto hizo un gesto de dolor,… se echó las manos a la cabeza… y cayó redondo al suelo! - contestó una mujer alterada por la situación.

Entonces, el joven se agachó y encontró en el suelo a un hombre mayor, inconsciente y pálido, tendido sobre uno de sus lados y a otro joven cogiéndole la muñeca derecha, cerca de la cual estaba un pediórico doblado.
 
- Tiene razón. Yo estaba cerca de él y vi como se desplomaba. Gracias a la gente que lo rodeábamos no se golpeó con el suelo. Creo que le ha dado una lipotimia. No encuentro el pulso… ¡Ah! Soy enfermero.
 
- Bien. Yo hice estomatología. Parece que hoy, a pesar de todo, es un día de suerte para este caballero. - tocó su cuello el médico y tampoco encontró ritmo vital. - No descartemos el síncope o el infarto cerebral, aunque en ese caso no habría dolor y sí posible hemiplejía que no podemos verificar ahora… Veamos lo que podemos hacer. - habló para sí.

Colocó en el suelo los objetos que llevaba, sobre ellos la cazadora doblada, y situó al paciente boca arriba.
 
- Cójale las piernas y manténgalas en alto, por favor. - pidió a uno de los congregados que tenía más a mano - ¿Dónde está el revisor? - preguntó levantándose - ¿Puede pedir una ambulancia desde el tren?
 
- Sí, ahora mismo. - aseguró solícito antes de perderse rápidamente camino de la cabina de control.

El facultativo abrió la camisa del enfermo, se preparó para proporcionarle un masaje cardiaco y requirió al enfermero le hiciera la respiración artificial boca a boca. Solicitó al público le dejase espacio para tal labor y el bienestar del doliente. 

Automáticamente, los de seguridad se encargaron de tal menester, rogando el alejamiento de los asistentes del lugar de la operación.
 
Estaban muchos de los viajeros extrañamente interesados por lo ocurrido tan cerca de ellos, pero no era insólito, pues a las moscas por siempre atrae tanto la miel como la sangre.

El tren paró en la estación. Allí permaneció algo más de lo habitual. Varios minutos de respiración y bombeo artificial fueron necesarios para volver a percibir el pulso revivido del hombre mayor. Fue recobrando la consciencia y un color normal en su rostro.

No tardaron en llegar corriendo unos auxiliares con camilla y otro médico, quien fue puesto al corriente de lo acontecido por el inaparente galeno.

Algo aturdido, debido al esfuerzo realizado, el joven miró cómo se llevaban al salvado. Regresó al vagón y recogió del suelo la cazadora, la carpeta, el grueso volumen y el radiocasete portátil con los auriculares. Entre todo se encontraba su billete. Fijó su atención en él, entresacando de su pequeñez algunas respuestas no preguntadas.

Lo mismo sucedió a muchas otras personas testigos del percance cuando, acomodadas de nuevo en el vagón, miraron al desaliñado y lo vieron de manera distinta.

Una, sin embargo, rebatía a otra su particular diagnóstico a ojo de buen cubero en voz más alta de lo normal.
 
- ¡Que sí, que lo que yo te diga, eso ha sido. No me lo discutas que en eso no llevas la razón. Sé del tema porque lo conozco. Curré durante mucho tiempo en el Sanatorio de los Tormentos, un edificio con mucha actividad, rellenando albaranes con cantidad de pedidos y he visto muchos casos desahuciados como éste, aunque ahora yo esté currando en el museo ese donde han robado la famosa cosa esa de tanto valor de la historia que no ha pasado!
 
- Sí, el objeto posthistórico. - puntualizó la otra.
 
- Pos... eso, pos... eso decía yo. Pos... histórico.
 

EL Sabelotodo
(o solo sé que no sé nada)
Es indiscutible que su afición
es cualquier irritable discusión.
Estos son sus dos famosos lemas:
Discutiré aunque me salgan flemas
y Lo sé todo por mis cojones.
Hay un tercero para ocasiones
en que muchas pruebas son tajantes:
Eso es ahora, pero no antes.
No se puede hablar de ningún tema
porque siempre se le infla la vena,
se sobrecarga de adrenalina
y discute hasta con las gallinas.
Siempre debe de llevar la razón,
es indefinida su información.
Cuando le dices no a cualquier cosa
te termina largando la prosa,
y acabas diciéndole sí a todo
o metiéndole en la boca el codo.
No me gustan las cosas a medias,
ni las andantes enciclopedias,
ni lo que dice una boca-nada,
porque sólo sé que no sé nada.

Pendiente de todo el embrollo, Máximo permaneció de pie y recordó la entrevista que aguardaba su aparición. Miró uno por uno los paneles digitales interiores, sobre ellos deberían aparecer la estación siguiente, la temperatura y la hora del momento. Pero no tenían ninguna información, estaban apagados.

El enfermero se sentó cerca, en un asiento vacío de espaldas a la gestante, una vez cambiados algunos comentarios sobre lo ocurrido con pasajeros curiosos. Llevaba el pediórico de información general caído anteriormente cerca del accidentado. Sin saber que pertenecía a la víctima, lo abrió y comenzó a leerlo.

El revisor se situó en el andén, listo para dar la salida al maquinista. Subió y desactivó un dispositivo manual de seguridad que evitaba el cierre de las puertas, colocado en la parte superior de éstas. Se cerraron y se recogieron los escalones desplegados de acceso al interior o de descenso al exterior, desde donde, inesperadamente, cayó al andén un pequeño papel doblado.

El joven galeno cogió su billete del suelo y se lo entregó al uniformado para que no pusiera en duda su honradez. Éste lo miró y remiró queriendo cerciorarse de su validez.
 
- Lo pasaré esta vez por lo sucedido. De todas maneras no le iba a servir de mucho al viejo en su estado. - profirió con fingido beneplácito al picar el billete.

Dicho esto, continuó su ronda seguido a corta distancia por la pareja de vigilantes armados. El joven, sin articular palabra, clavó en él su mirada atónito, intentaba obtener tantas respuestas, al menos, como del billete caído.
 
- Todo lo cría Dios menos la lana… - inició una de las dos señoras entradas en años, situadas en los mismos asientos, cerca del niño.
 
- …que la crían los borregos. - concluyó la otra, atrayendo la atención del muchacho pendiente de su libro... (sigue)
 
 
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