La historia de Herculito empezó mucho antes de su nacimiento, desde el origen de los tiempos en que los dioses creaban y recreaban por todo el universo y más allá.
Hace poco tiempo, solo unos cuantos millones de siglos, los mitológicos dioses se aburrían enormemente en la nada cósmica y sentían en su interior un vacío eterno. Estos tremendos seres universales no sabían qué hacer con la eternidad y estaban algo preocupados por eso. Tenían todo el tiempo del mundo, pero no sabían cómo utilizarlo.
— ¿Qué hacer con él? —se preguntaban.
El padre de todos esos dioses llevaba fuera de la eternidad varios cientos de años. Estaba trabajando. Como creaba y creaba por todo el universo, y más allá, era un experto en creación. Su fama como creador había llegado al otro lado del infinito, donde había conseguido unos contratos de construcción que lo tenían muy ocupado.
Lo que nadie sabía con seguridad era quién o qué lo había contratado para crear. Corrían rumores por las galaxias, de estrella fugaz en estrella fugaz, y hablaban de una empresa de contratación temporal llamada M.I.S.A. Cuyas iniciales significaban: Maravillas Impresionantes Sociedad Anónima.
Un día, para librarse de la nada cósmica, del vacío eterno, del malhumor que les producía y divertirse de lo lindo, a los dioses hijos se les ocurrió inventar un juego muy especial. Fue un juego que llegó a ser su favorito. Lo llamaron el Juego de la Recreación.
Y para que hubiera suficientes jugadores para poder jugar al Juego de la Recreación, hicieron un ser muy parecido a ellos. Tan parecido que su forma era casi igualita a la de los dioses. Decidieron hacerlo de unos materiales baratos, corrientitos y con fecha de caducidad. Materiales que estaban arrinconados en un agujero negro que su padre usaba como almacén.
En realidad, eran restos de materiales muy económicos, utilizados también para la construcción de un sistema solar perdido por el Infinito. Ese sistema solar estaba formado por una pequeña bola de fuego llamada Sol. A su alrededor giraban nueve planetas redondos y desiguales. Así como unos cuantos satélites, asteroides, cometas, meteoros, gas y polvo cósmico que no había necesidad de limpiar. Algo sencillo y muy barato que resultó ser un magnífico invento caído del cielo.
A partir de aquel recreativo suceso, la vida de los dioses cambió y nunca más se aburrieron. Eso les puso tan contentos y entusiasmados que quisieron ir más lejos todavía.
Se les ocurrió dividir al nuevo ser en dos partes muy parecidas e independientes, e igualitas a ellos por fuera, aunque mucho más diminutas, claro. Las dos partes fueron bautizadas: Mujer y Hombre. Se podían conectar la una en la otra de forma autónoma y automática, sin asistencia técnica o ayuda de ninguna clase, por medio de un complicado sistema que no es posible explicar aquí. Además, pusieron detrás de sus ojos un sistema de dirección asistido desde las alturas. El sistema fue conocido como Mente.
Después, buscaron un buen lugar para la vida, el desarrollo y la multiplicación de la Mujer y el Hombre en mujeres y hombres. Y encontraron uno de gran belleza, con todo lo necesario. Se trataba de un sitio ideal llamado Fábula.,Eera un chalecito piloto situado dentro de una urbanización ajardinada que tenía por nombre Elocuencia. La urbanización se hallaba en uno de esos nueve planetas del sistema solar, el que tenía un satélite llamado Luna.
Este planeta, alrededor del cual giraba la Luna, tenía siete partes bañadas de agua y tres rellenas de tierra, parecía una sencilla receta de cocina. Desde entonces, mujeres y hombres multiplicaron y multiplicaron su número. Y vivieron la mayor parte del tiempo encima de las zonas terrestres, sobre todo cuando se olvidaban de bañarse. Por eso, ellos mismos decidieron nombrar al planeta donde vivían como planeta Tierra.
La brevedad y la energía que tenía la vida de estos seres, eran muy parecidas al humo que se produce al apagar un ardiente y breve fuego. Y por ser las vidas de hombres y mujeres parecidas a la vida del humo, los dioses los llamaron seres humo o seres humanos.
Al principio, los dioses siguieron sus pasos por control remoto mediante un mando divino a distancia que, por su pequeño tamaño, a veces olvidaban en cualquier sitio. Luego fueron perfeccionando su invento, le dieron algunos retoques y disfrutaron de lo lindo.
La hermosura final de los nuevos seres humo perfeccionados llenó de alegría y de satisfacción a los dioses. Tanto, que muchos quisieron bajar desde las altas alturas para invitarles a tomar algo de vez en cuando y conocerlos más de cerca.
Poco a poco, fueron cada vez más frecuentes las visitas de los dioses a los seres humo. Durante estas visitas, los divinos contaban a los humanos fantásticas historias de sus agitadas vidas celestiales, a las que llamaban Mitología. Junto a otras cosas difíciles de explicar, los relatos mitológicos contenían peleas increíbles, escándalos cósmicos, viajes imposibles, luchas con animales fabulosos y catástrofes grandiosas.
Gracias a su sistema de dirección asistido desde las alturas, los seres humo desarrollaron su inteligencia. Así supieron que, a pesar de parecer muchísimo más pequeña, su Mente era tan grande como el universo. Pues el espacio que en ella había para crear y recrear también era infinito.
Un ratito de eternidad más tarde llegó el padre de los dioses, tras años luz de viaje, y se enteró de todo lo ocurrido durante su ausencia. Se enfadó un poco al saber que sus hijos utilizaron el caduco material almacenado por él para construir a los seres humo y recrearse. Y se mosqueó más todavía porque no se lo consultaron antes ni le pidieron permiso.
Esos materiales los tenía reservados el papá dios para hacer unos cometas para ellos. Él quería que así aprendieran a dominar el luminoso fuego de estos astros por todo el universo. De forma parecida a como los niños humo dominan las ligeras cometas jugando con el viento, pero a lo bestia. Y sin querer le chafaron la sorpresa.
Sin embargo, al papi de los dioses se le quitó el enfado cuando sus hijos le mostraron a los seres creados, tan parecidos a ellos. Se dio cuenta el gran dios que sus descendientes habían formado unas maravillosas criaturas. Y después de examinar los seres humo que entonces había, se sintió orgulloso de la existencia, por fin, de algo que merecía la pena entre la nada cósmica y el vacío eterno.
Los seres humo se multiplicaron. Como ya he dicho, lo hicieron conectándose mujeres y hombres de forma autónoma y automática, sin necesidad de asistencia técnica o ayuda de ninguna clase. Después de aquellas conexiones, tuvieron hijas e hijos admirables que atrajeron mucho más el interés de los dioses recreadores.
Tanto se interesaron los dioses por estos descendientes humanos que, de forma milagrosa, se unieron a ellos y engendraron hijos con características y cualidades especiales.
Muchos de los nuevos herederos fueron conocidos semidioses, colosos, gigantes o titanes, los famosos héroes de la antigüedad. Estos personajes siempre impresionaron por sus hazañas y prodigios gracias a su enorme estatura y a sus tremendos poderes.
Con el paso del tiempo, diferentes grupos de seres humo conocieron a interesantes héroes descendientes de sus dioses. Todos aquellos grupos humanos supieron poner a los titanes magníficos nombres. Nombres que incluso rimaban con las grandezas de sus divinidades...
Una mañana, el Sol apareció con timidez sobre el oscuro horizonte. Los pájaros cantarines no abrieron el pico ni para bostezar. El viento se quedó detrás de una esquina. Y las nubes se dieron una vueltecita por lejanos lugares por los que hacía mucho tiempo que no iban. Esto sucedió porque sabían que los hijos de los dioses iban a hacer prácticas de sus habilidades en el patio de la guardería.
Después de desayunar varios cuencos de nutritiva leche de la Vía Láctea cada uno, salieron todos los titanitos en fila de los dormitorios con sus cosas y vestidos. Sobre la cuidada y verde hierba del lugar, estuvieron esperando de pie a que el instructor les dijese lo que debían hacer.
Herculito estaba el último, apenas se veía su figura porque, además de ser el más novato, era el más diminuto. Se quedó inmóvil y sin pestañear. Todos sus compañeros eran también hijos de un dios o de una diosa y del calor humano. Los titanitos le daban la espalda y él los miraba uno a uno con curiosidad.
Martita, la pelirroja, era hija del dios Marte, el dios de la guerra. Era una niña con una mirada feroz que andaba con mucha rapidez y le gustaba mucho armar bronca. Llevaba puesto en la cabeza un casco con forma de medio huevo. Su cuerpo lo cubría un quitón, que se quitaba cuando quería, y que era un rectángulo de tela roja, ajustado en la cintura por un cíngulo o cinturón de cuero. Tenía en la mano derecha una lanza de punta fina y en la izquierda un escudo menudo. A sus pies daba vueltas un gallito, que era el animalito que siempre la acompañaba a donde iba.
Diana, diosa de la caza y de la Luna, era la madre de Dianita, una chiquita de pelo negro a la que, en muchas ocasiones, los demás le tiraban piedrecitas para ver quién le daba más veces. Era una titanita un poco salvaje, no mucho. Llevaba puesto un vestido blanco sin mangas que le llegaba hasta las rodillas. Su mano izquierda sujetaba un arco y en la espalda tenía colgado un carcaj o recipiente de cuero lleno de flechas. A sus pies estaba tumbada una ciervita, su animalita de compañía.
Aunque era muy seria y se enfadaba con facilidad, Palasita miraba y acariciaba a su pequeña lechuza acompañante, que dormía posada sobre uno de sus hombros, acurrucada bajo su melena castaña. Palas era su madre, la diosa que ayudaba a los héroes y, encima, diosa de la razón. ¡Cualquiera le llevaba la contraria! Como Palasita escribía, pintaba, bordaba, cantaba y tocaba la flauta de maravilla, era algo orgullosa y creída como ella sola. Había clavado en la tierra una larga lanza de punta poco fina y con su mano derecha cogía un escudo redondo, brillante como un espejo cuando le daba la luz del Sol. Sobre una larga túnica morada, que llegaba hasta sus rodillas, llevaba puesta una dura coraza.
Ceresita era la única que no compraba golosinas hechas para titanitos en el mercadillo de la guardería. Su madre Ceres, la diosa de los cereales, le enviaba de vez en cuando unos sacos llenos de trigo que le duraban mucho tiempo. Incluso compartiéndolos con los demás compañeros y compañeras, que siempre le pedían. Vestía una túnica con mangas de color amarillo tostado, y llevaba una corona de espigas de trigo sobre sus rubios cabellos. Olía una amapola, su olor parecía gustarle mucho. A sus pies, el cerdito que la acompañaba la miraba casi con la misma atención que Herculito. Ceresita era una chica muy maja, pero se dejaba llevar por los demás porque nadie le daba mucha importancia.
La madre de Vestita era Vesta, la guardiana del hogar y diosa del fuego, por eso era un poco fogosa, ardiente y algo burra. A Vestita se le daba muy bien hacer bollos con la harina de trigo que le daba Ceresita, tal vez por ese motivo se le había puesto cara de pan. Por vestido llevaba una larga túnica con colores rojos y amarillos, y manchas de harina. La cabeza la tenía cubierta por un velo blanco casi transparente, le gustaba levantarlo dándole fuertes soplidos. Con una mano sostenía una lamparita. Antes llevaba una antorcha grande, pero, como un día quemó la mitad de la guardería con ella, se la cambiaron por la lamparita, que solo tenía una llamita de nada. Desde el incendio no le dejaron tener animalito de compañía.
Baco era el dios del vino y de la vegetación. A su hijo Baquito le gustaba mucho comer y beber, por eso estaba como una bola y tenía unos mofletes que parecía que siempre estaban soplando. Era un niño al que también le gustaba cantar y bailar. La verdad es que era un verdadero juerguista mofletudo. En su cabeza tenía una corona hecha con hiedra y pámpanos. Con una mano cogía un buen racimo de hermosas uvas. Por vestido llevaba una piel de Leopardo., Leopardo era un famoso sastre romano que tenía varias tiendas de ropa en ciudades importantes del Imperio. Sobre el césped, una urraca chiquitita y parlanchina daba saltos y le pedía que le tirase una de sus ricas uvas para volar tras ella y comérsela.
Saturnito, el hijo de Saturno y dios del cielo, era un poco tontito y lelo porque siempre estaba en las nubes. Pero no le regañaban porque tenía enchufe. Dicen que un día su padre se comió a los hermanos de Saturnito, y que a él no se lo comió porque ya estaba lleno. El titanito no parecía muy feroz, tenía la cara triste y aparentaba más edad de la que tenía por la túnica que vestía, era vieja, de color azul claro y de su padre. En una mano tenía una hoz. De su cuello colgaba un reloj de arena muy preciso, sumergible, antichoque, con cronómetro, segundero y varias alarmas. A sus pies reposaba tumbado un leoncito, que más parecía un perrito tristón por lo tranquilo que estaba y por cómo miraba a su dueño.
El padre del guapito Mercurito era Mercurio, el dios mensajero de los dioses, una especie de cartero celestial. Como Mercurito era listo, más que hermoso, fuerte, y con una preciosa sonrisa de oreja a oreja, se lo tenía muy creído, todavía más que Palasita, y tenía el guapo subido. Iba vestido con un pequeño manto plateado y sin mangas que dejaba al aire sus musculitos, musculitos que eran la admiración de las titanitas y la envidia de algunos titanitos. Entre los dedos de sus manos tenía una pequeña vara y una bolsa de cuero llena de monedas romanas, las gastaba los martes comprando chucherías en el mercadillo. Hablaba más de la cuenta y no podía mantener un secreto más de tres segundos. A su alrededor daba vueltas una pequeña tortuga que, cuando le oía hablar, se metía en su coraza y aguantaba la charla, sacando la cabeza de rato en rato para ver si terminaba.
Neptunito provocaba peleas y se metía con los demás compañeros pinchándolos con su tridente, que parecía un tenedor gigante. Era descendiente de Neptuno, el dios de los mares y de los terremotos. Un largo manto de color azul marino le cubría todo el cuerpo, menos la cabeza. Estaba subido sobre una gran concha marina, que era arrastrada por dos caballitos de mar y le servía de transporte.
Allí estaba también Koly dando saltos de impaciencia. Llevaba un vestido negro con armadura de dura piel de vaca, una coraza que bailaba a cada uno de sus saltos. A este titanito le importaba casi todo un cuerno, por ese motivo llevaba siempre con él a todas partes un cuerno de toro. Como el cuerno lo cogió su padre de la constelación de Tauro, él decía que tenía el cacho de animal de compañía más grande. Después del cuerno de Tauro iba la cola de la Osa Mayor. Con el cuerno amenazaba a quien se le ponía por delante. Koly era hijo de Kólyco, un dios de la antigua Grecia, un dios que producía dolores de intestino a sus enemigos, un dios que aparece aquí por primera vez y cuyo nombre, inexplicablemente, no fue cambiado por los romanos. Lo que sí hicieron estos fue acortar el nombre de su descendiente.
Disminuir o acortar los nombres parece que también disminuía y acortaba el respeto de los titanitos por los camaradas que creían más débiles. Pues, cuando en sus ratos libres se juntaban Koly, Martita, Neptunito, Vestita y Mercurito, armaban la de dios...
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