lunes, 10 de febrero de 2020

El Anillo de Diamantes

(muestra)... II. Dentro y fuera de El Sorbito
La imparable carrera de los años llevaba la estela de este auténtico hecho antes narrado, un suceso acaecido entre los años 1640 y 1648 del siglo XVII y conocido por la Historia como la Rebelión de Andalucía. E indómito llegó a galope tendido el año 1649. La zona este de Sevilla estaba entonces dividida en dos propiedades de muy distinta visión y condición...

En la parte sudeste sevillana vivía don Mariano de Quesada y Alcófer con su esposa doña María del Mar Castejón y Llanos, su pequeña hija Marina, de trece primaveras, y un mozuelo llamado Darío con quince años recién cumplidos.

Don Mariano y su familia habían trabajado a lo largo de sus vidas para que su nobleza no fuera sólo de sangre, sino también de esfuerzo compartido y de respeto mutuo con sus subordinados.

Esa estimable actitud le llevó a transformar los recursos de su cortijo, conocido por el nombre de El Sorbito, y a generar riqueza. Unos bienes que se hacían cada vez más abundantes y que repartía con manifiesta equidad entre su familia y sus trabajadores.

De esa forma se ganó el respeto y la consideración de todos aquellos que estaban bajo su gobierno. De esa forma, además, levantó cochinas envidias y viles confabulaciones entre otro terrateniente, poseedor de un latifundio al nordeste de Sevilla, y un aristocrático miembro clerical.

Aprovechando la ocasión que les brindaban los acontecimientos de aquellos días, los dos últimos mentados pusieron sus ojos y sus intereses sobre un afamado licenciado que había conseguido riquezas y poder para el duque de Medina Sidonia, don Gaspar Alonso Pérez de Guzmán.

Se trataba de don Pere Torres de Cetina, un astuto aristócrata de origen catalán, ilustrado en asuntos jurisprudentes y antiguo residente del palacio ducal de Sanlúcar de Barrameda, hasta el obligado desposeimiento por mandato real.

Buenas lenguas decían que era la perfecta estampa de la oligarquía, que la perfidia se encarnó en él y que la puso en práctica sin escrúpulos en su productiva tierra natal, sangrando sin ningún reparo a sus honrados paisanos catalanes, dejándolos esquilmados y en la estacada por intereses personales.

El susodicho individuo fue citado, con no poca prontitud y discreción, por don Teodomiro de las Urdes y Barbastro, el citado miembro clerical, por entonces arcipreste de Carmona, bien enterado de causas y consecuencias de la revolución andaluza, y aprovechador oportuno de cuanto favorecía o alzaba sus personales intereses.

Más al sur, de la humedad de las Marismas situadas en la desembocadura del Gran Río de los musulmanes, el Wad-el-Kebir, brotaba la vida y el sustento de innumerables bestias que volaban o corrían o se arrastraban, y que eran cazadas por armas aristócratas bajo su exclusivo control y su antojadiza disposición.

El magnífico cauce de sus caudalosas aguas, que oídos cristianos llamaron Guadalquivir, sacralizó la romería rociera en memoria de la Virgen del Rocío, la Blanca Paloma. Su unión con la mar Atlántica fue salvoconducto, no mucho tiempo atrás, para la colonización de un alejado Nuevo Mundo lleno de provechosas riquezas para el Viejo. Y sin saber las circunstancias que transportaba, llevó contra corriente al licenciado Pere Torres de Cetina desde Sanlúcar de Barrameda al puerto de Sevilla.

Un dorado, fresco y despejado atardecer del iniciado septiembre de 1649, en el muelle sevillano permanecía un carruaje sombrío, tirado por dos hermosos y blancos caballos andaluces de largas y cuidadas crines. Sobre el asiento de guía esperaba el cochero del arcipreste, sentado, sin soltar riendas, cabizbajo y paciente, abrigado con sencillos trapos en forma de camisa, chaqueta campera, calzones, calzas, alpargatas y un gastado capote de lana marrón.

El maduro Teodomiro esperaba dentro de la obscuridad del coche y con menos paciencia que su lacayo. Envolvía su menudo, orondo y flácido físico una de sus sotanas negras de algodón con botones en la parte frontal. Y lo recubría una capa circular de terciopelo del mismo color, rematada con preciosos bordados de hilo de oro en puños y cuello. Expuesta al aire sobresalía su gruesa cabeza de cara rojiza, coronada por una extrema calvicie, con sobresalientes e inexpresivos ojos negros, gran boca de gruesos labios, y nariz pequeña, chata y puntiaguda.

A la sombra de la Torre del Oro desembarcó el licenciado Pere y fue recibido por el lacayo, tras una orden recibida de su señor. El arcipreste no conocía personalmente al recién llegado, mas cuando vio su figura supo que se trataba de él, pues era muy poco lo que variaba dibujado antes por su excelsa imaginación.

El eclesiástico sacó la testa por la ventana de su carroza y llamó la atención del esperado con un leve gesto de su mano en forma de bendición.

El abogado acudió a la llamada comprendiendo la mímica y de quién provenía. Su elevada talla y paso altanero enmarcaban un largo pelo de color negro azabache y peinado hacia atrás con esmero, las canas de sus sienes con su porte delataban al buen indagador que su edad andaba el comienzo de la cuarentena.

Ni un gesto de su serio y, sin embargo, bello rostro blanquecino delataba inclinación de su talante. Iba arropado con calzones y una casaca de colores lúgubres y seis piezas, dos delanteras, dos traseras y dos para los hombros, y una camisa blanca con puños bellamente zurcidos con hilo de plata. A todo ello servían de soporte y traslado unas inmaculadas y amoldadas botas de campo de negro cuero.

Una ligera espada colgada de su costado izquierdo, nunca antes vista por aquellos contornos, junto a un paquete envuelto con esmero, tan largo o más que la espada y cogido por su mano derecha, adornaban la figura del sujeto.

El criado abrió la puerta de la carroza. El esperado hizo una escueta reverencia ante el arcipreste, besó su mano puesta adrede para tal efecto y se introdujo dentro del carruaje, sentándose a la vera del clérigo.

Gracias a un suave arreo de riendas dado por el conductor, los animales arrancaron con rumbo nordeste. Les quedaban casi siete leguas de camino, y sin contratiempos ni apremios se tardaba en recorrerlos alrededor de dos horas y media.

Los dos encontrados mantuvieron una dilatada conversación ausente de aspavientos ni muecas de ninguna clase, no eran seres de semejantes y bajas costumbres. Tocaron en ella acuerdos relacionados con siniestros encargos y dineros pagados por realizarlos. Entre trote y galope el viento llevaba su diálogo a oídos del cochero.

El polvo levantado por las cuatro ruedas del carro, y por lo que entre ellas se tramaba, volvía a posarse sobre las fértiles tierras sevillanas. El abierto horizonte dejaba ver con libertad las ondulaciones del terreno y la artificial fragmentación dibujada por los cultivos. El orden dispuesto por los trigales, viñedos y olivares, la geometría trazada por sus colores, ora verdosos ora dorados, no entendía de rendimientos, utilizaciones, capitales, explotaciones o niveles de vida, y creaba caprichosamente una obra maestra de delicada belleza.

La tarde caía hacia la obscuridad y en ausencia de calor del Sol el ambiente refrescaba. Carmona se divisaba a lo lejos cuando el atento guía de los dos elegantes caballos tensó la rienda izquierda y, sin siquiera echar un vistazo al bello pueblo sevillano, pasaron de largo y al galope sobre polvorienta tierra que, decían, había sido cementerio de antiguos romanos muchos siglos atrás.
 
Aunque ya con dificultad por la escasa luz del ocaso y la ausente luz de luna, a poco menos de una legua recorrida después de pasar Carmona, y desde el asiento guía del carruaje, todavía se podían ver las cúpulas de algunas de sus iglesias y conventos.

Fue entonces cuando el cochero tiró de riendas, los caballos pararon galope y emprendieron ligero trote al entrar por la puerta de un cortijo llamado El Acebuche...(sigue)

IV. Arma y alma tienen mismo origen
El calor del interior de la casa y la acogida del anfitrión hicieron que los recién llegados se quitasen sus sobretodos, y que don Pere desabrochase el cinturón que sujetaba la peculiar espada en su costado izquierdo, sin soltar el largo paquete que también llevaba.

- ¡Toma, Setefilla. Agárralo con cuidado y colócalo en perchas de nuestro ropero con el mismo tiento! - ordenó don Nuño a una sirvienta dándole las prendas.
- Lo que ordenéis, amo.
- Siéntense, caballeros. - propuso a continuación a sus apreciados huéspedes.

Los cuales, con visible gusto, se acomodaron sobre dos aterciopelados y acogedores sillones marrones.

De la chimenea emanaba el calor derramado por el fuego de varios leños recién puestos y de brasas de otros ya consumidos que le daban consistencia. Don Nuño cogió uno de los atizadores situados dentro de una funda de metal al pie de la fogata y removió los troncos para avivar las llamas.

Su empeño dio el tiempo suficiente para que se pudieran observar con detalle una gran mesa redonda dispuesta para la cena con mantel y servilletas bordados, panes candeales, platos hondos, cubiertos de plata, botellas de vino, jarras de agua, lavamanos llenos del mismo líquido y dos brillantes candelabros de plata encendidos; seis sillas con reposabrazos, rodeando el mueble de comidas y reuniones; la biblioteca, con algunos libros de títulos y autores apenas distinguibles, encuadernados con piel; cuatro luminosos candiles con mecha nueva, llenos de aceite y colgados de unos ganchos situados al efecto; los cuatro cómodos sillones de aterciopelado forro marrón, colocados cerca de la chimenea; una amplia alfombra con vistosos dibujos de caza cubriendo gran parte del suelo; y una numerosa colección de manejables armas de fuego situada a lo largo y ancho de todo el salón: arcabuces de rueda, arcabuces de disparo por piedra, mosquetes de piedra y cañón liso, grandes pistolas de rueda y cañón corto, pistolas más ligeras de disparo con ignición por pedernal y pequeñas pistolas de esmerada artesanía.

- Veo que las armas de fuego forman parte importante de vuestro buen gusto. - dijo don Pere admirando el armamento.

- Así es, he dedicado buena parte de mi vida a conservar y adquirir todas estas piezas, y estoy muy orgulloso de tenerlas. - hizo una pausa y se sentó en otro de los aterciopelados sillones, advirtiendo cómo el jurisprudente miraba su cicatriz - Mi gusto por ellas comenzó a partir de un accidente que tuve siendo muchacho. Mi difunto padre tenía una colección de espingardas de mecha y arcabuces, todos están aquí, y se empeñó en adiestrarme en su manejo a temprana edad. Decía que cuanto antes estuviera preparado para duelos, batallas y disputas, antes maduraría y ganaría en respeto y bienes. ¿Ve aquel arcabuz de rueda? - preguntó a don Pere al tiempo que señalaba una de las piezas exhibidas en la estancia.

- Sí, tengo entendido que es complicado su manejo y costoso su mantenimiento.

- En efecto, veo que estáis versado en el tema. Como buen mozo, me aficioné a tocar las armas de fuego y a manejarlas con cierta habilidad. Mi padre se percató de mi gusto y natural disposición para su manejo, y pese a la imprecisión y el gran tamaño de la pieza, se empeñó en que yo dominase a ese gran arcabuz. Decía que cuando yo lo lograra con soltura, podría manejar cualquiera otra arma que acabase entre mis manos. Y encerrado en ese pensamiento, estuvo infligiéndome pesada tortura con el artefacto que ahí veis. Hasta que un día, cansado por el continuo y pesado adiestramiento, cometí un fatal error en la carga de la munición y el arma, más cargada por el diablo que por mí, me explotó en plena cara, como desde entonces se puede ver en mi perfil sin fijar la atención sobremanera. Lo curioso del caso es que, desde aquel preciso momento y lejos de odiarlas, las armas de fuego se convirtieron para mí en verdadera pasión y, en más de un trance, las he usado para... liquidar asuntos de importancia, ya me entendéis.

- Curiosa historia, ciertamente. - aseguró don Pere ofreciéndole el paquete que sostenía entre sus manos - Mas por el último motivo que habéis mentado he traído para vos esta singular pieza, que espero os guste y tengáis a bien incluir en este acogedor salón.

Don Nuño abrió la decorada caja y descubrió un moderno mosquete del ejército francés con sus iniciales grabadas en la culata, dorada con oro también franco.

- Os doy las gracias por el bien que me hacéis con este presente. Es más, a partir de este mismo instante... liquidaré los asuntos importantes con esta provechosa y artística pieza.

El arcipreste don Teodomiro admiró el regalo. Y antes que sus ojos echasen chispas de celosa envidia, aunque fuese poca y venial, le dijo don Pere:

- Y os ruego me lo permitáis, este otro obsequio es para vos. He querido esperar este momento para ofrecéroslo a la misma vez.

Se trataba de una daga con hoja de sólido acero y de unos dos palmos de longitud, con empuñadura de oro puro y anchos gavilanes para los quites, funda del mismo valioso metal con sus iniciales talladas y guarnición de piedras preciosas. Otra joya, otro inesperado detalle.

- Os lo agradezco. - comentó muy halagado y sorprendido don Teodomiro - Más que nada porque este objeto forma con sus anchos gavilanes para los quites el sagrado signo cristiano de la Cruz, con su oro y piedras preciosas el valor de nuestra Santa Madre Iglesia, y con la punta de su hoja el remedio oportuno para enmendar blasfemias y ausencias de Fe.

- Así sea don Teodomiro, a fe mía. - correspondió don Pere.
 
- A mis oídos han llegado muchas de vuestras andanzas, las vinculadas con vuestros conocimientos sobre pleitos de justicia, y las que tienen relación con vuestras habilidades de esgrima blandiendo una nueva espada mágica. Espada que resuelve ajustes de cuentas como si fuese mano izquierda de otra legalidad. - dijo don Nuño sonriendo con cierta malicia - ¿Tal vez el arma que habéis separado de vos hace apenas unos instantes es la conocida como novedad, asombrosa y resuelta?

- En lo cierto estáis, don Nuño, y ella será, empuñada por mi saber en ambas lides, la que conceda a vuestro conjuntado plan la consecución adecuada. Os lo aseguro.

- Como tenemos tiempo, habladnos de ella si no os es de mucho fastidio. - sugirió el propietario de El Acebuche.

- Al contrario. - habló complacido el espadachín - Mi arma goza de mi más íntimo aprecio, pues gracias a ella mi fama ha recorrido senderos insospechados, desde mi Cataluña natal hasta Andalucía, pasando por Austria, Holanda, Nápoles y Francia. Ya sabéis, lo que no he alcanzado con la mano lo he conseguido con la hoja de mi espada. El secreto de su mencionada magia, modestia aparte, está en el brazo que la empuña y dirige.

- Razón tenéis. Vuestra probada reputación os precede y ni el arcipreste ni yo dudamos comprobarlo en breve plazo. - certificó el hacendado, quien, movido por la pasión armera, solicitó enseguida a su interlocutor: Os lo ruego, don Pere, descubridme detalles de la peculiar espada que portáis.

- Con mucho gusto, don Nuño. Debéis saber que, aunque nueva resulte a vuestros ojos, yo la traje de uno de mis viajes por el reino de Francia hace más de un lustro. Por allí nació de forja ilustre, a mi medida y antojo. Es arma muy poco conocida aún y en esas latitudes la llaman florete, que deriva de la palabra italiana fioretto. Más ligera y manejable que las acostumbradas espadas, pesa poco más de una libra de las de Castilla o, lo que es lo mismo, dieciséis onzas de las medidas en esa tierra. Como bien podéis ver, - la señaló como lo hizo antes su anfitrión con el arcabuz - tiene el mango curvo con un pomo, remate o bola en su parte final. Su fina hoja, de firme aleación bien afilada por ambos lados, mide algo más de cuatro palmos de largo. Detalle este último muy apreciable, pues pincha y corta con gran primor cualquier adversa lidia, faena o suerte... (sigue)


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