La imparable carrera de los años llevaba la estela de este auténtico
hecho antes narrado, un suceso acaecido entre los años 1640 y 1648 del siglo
XVII y conocido por la Historia como la Rebelión de Andalucía. E indómito llegó a galope tendido el año 1649. La zona este de Sevilla
estaba entonces dividida en dos propiedades de muy distinta visión y condición...
En la parte sudeste sevillana vivía don Mariano de Quesada y Alcófer con su esposa doña María del Mar Castejón y Llanos, su pequeña hija Marina, de trece primaveras, y un mozuelo llamado Darío con quince años recién cumplidos.
Don Mariano y su familia habían trabajado a lo largo de sus vidas para
que su nobleza no fuera sólo de sangre, sino también de esfuerzo compartido y
de respeto mutuo con sus subordinados.
Esa estimable actitud le llevó a transformar los recursos de su
cortijo, conocido por el nombre de El Sorbito, y a generar riqueza. Unos bienes
que se hacían cada vez más abundantes y que repartía con manifiesta equidad
entre su familia y sus trabajadores.
De esa forma se ganó el respeto y la consideración de todos aquellos
que estaban bajo su gobierno. De esa forma, además, levantó cochinas envidias y
viles confabulaciones entre otro terrateniente, poseedor de un latifundio al
nordeste de Sevilla, y un aristocrático miembro clerical.
Aprovechando la ocasión que les brindaban los acontecimientos de
aquellos días, los dos últimos mentados pusieron sus ojos y sus intereses sobre
un afamado licenciado que había conseguido riquezas y poder para el duque de
Medina Sidonia, don Gaspar Alonso Pérez de Guzmán.
Se trataba de don Pere Torres de Cetina, un astuto aristócrata de
origen catalán, ilustrado en asuntos jurisprudentes y antiguo residente del
palacio ducal de Sanlúcar de Barrameda, hasta el obligado desposeimiento por
mandato real.
Buenas lenguas decían que era la perfecta estampa de la oligarquía,
que la perfidia se encarnó en él y que la puso en práctica sin escrúpulos en su
productiva tierra natal, sangrando sin ningún reparo a sus honrados paisanos
catalanes, dejándolos esquilmados y en la estacada por intereses personales.
El susodicho individuo fue citado, con no poca prontitud y discreción,
por don Teodomiro de las Urdes y Barbastro, el citado miembro clerical, por
entonces arcipreste de Carmona, bien enterado de causas y consecuencias de la
revolución andaluza, y aprovechador oportuno de cuanto favorecía o alzaba sus
personales intereses.
Más al sur, de la humedad de las Marismas situadas en la desembocadura
del Gran Río de los musulmanes, el Wad-el-Kebir, brotaba la vida y el sustento
de innumerables bestias que volaban o corrían o se arrastraban, y que eran
cazadas por armas aristócratas bajo su exclusivo control y su antojadiza
disposición.
El magnífico cauce de sus caudalosas aguas, que oídos cristianos llamaron
Guadalquivir, sacralizó la romería rociera en memoria de la Virgen del Rocío,
la Blanca Paloma. Su unión con la mar Atlántica fue salvoconducto, no mucho
tiempo atrás, para la colonización de un alejado Nuevo Mundo lleno de
provechosas riquezas para el Viejo. Y sin saber las circunstancias que
transportaba, llevó contra corriente al licenciado Pere Torres de Cetina desde
Sanlúcar de Barrameda al puerto de Sevilla.
Un dorado, fresco y despejado atardecer del iniciado septiembre de
1649, en el muelle sevillano permanecía un carruaje sombrío, tirado por dos hermosos
y blancos caballos andaluces de largas y cuidadas crines. Sobre el asiento de
guía esperaba el cochero del arcipreste, sentado, sin soltar riendas, cabizbajo
y paciente, abrigado con sencillos trapos en forma de camisa, chaqueta campera,
calzones, calzas, alpargatas y un gastado capote de lana marrón.
El maduro Teodomiro esperaba dentro de la obscuridad del coche y con
menos paciencia que su lacayo. Envolvía su menudo, orondo y flácido físico una
de sus sotanas negras de algodón con botones en la parte frontal. Y lo recubría
una capa circular de terciopelo del mismo color, rematada con preciosos
bordados de hilo de oro en puños y cuello. Expuesta al aire sobresalía su
gruesa cabeza de cara rojiza, coronada por una extrema calvicie, con sobresalientes
e inexpresivos ojos negros, gran boca de gruesos labios, y nariz pequeña, chata
y puntiaguda.
A la sombra de la Torre del Oro desembarcó el licenciado Pere y fue
recibido por el lacayo, tras una orden recibida de su señor. El arcipreste no
conocía personalmente al recién llegado, mas cuando vio su figura supo que se
trataba de él, pues era muy poco lo que variaba dibujado antes por su excelsa
imaginación.
El eclesiástico sacó la testa por la ventana de su carroza y llamó la
atención del esperado con un leve gesto de su mano en forma de bendición.
El abogado acudió a la llamada comprendiendo la mímica y de quién
provenía. Su elevada talla y paso altanero enmarcaban un largo pelo de color
negro azabache y peinado hacia atrás con esmero, las canas de sus sienes con su
porte delataban al buen indagador que su edad andaba el comienzo de la
cuarentena.
Ni un gesto de su serio y, sin embargo, bello rostro blanquecino
delataba inclinación de su talante. Iba arropado con calzones y una casaca de
colores lúgubres y seis piezas, dos delanteras, dos traseras y dos para los
hombros, y una camisa blanca con puños bellamente zurcidos con hilo de plata. A
todo ello servían de soporte y traslado unas inmaculadas y amoldadas botas de
campo de negro cuero.
Una ligera espada colgada de su costado izquierdo, nunca antes vista
por aquellos contornos, junto a un paquete envuelto con esmero, tan largo o más
que la espada y cogido por su mano derecha, adornaban la figura del sujeto.
El criado abrió la puerta de la carroza. El esperado hizo una escueta
reverencia ante el arcipreste, besó su mano puesta adrede para tal efecto y se
introdujo dentro del carruaje, sentándose a la vera del clérigo.
Gracias a un suave arreo de riendas dado por el conductor, los
animales arrancaron con rumbo nordeste. Les quedaban casi siete leguas de camino,
y sin contratiempos ni apremios se tardaba en recorrerlos alrededor de dos
horas y media.
Los dos encontrados mantuvieron una dilatada conversación ausente de
aspavientos ni muecas de ninguna clase, no eran seres de semejantes y bajas
costumbres. Tocaron en ella acuerdos relacionados con siniestros encargos y
dineros pagados por realizarlos. Entre trote y galope el viento llevaba su
diálogo a oídos del cochero.
El polvo levantado por las cuatro ruedas del carro, y por lo que entre
ellas se tramaba, volvía a posarse sobre las fértiles tierras sevillanas. El
abierto horizonte dejaba ver con libertad las ondulaciones del terreno y la
artificial fragmentación dibujada por los cultivos. El orden dispuesto por los
trigales, viñedos y olivares, la geometría trazada por sus colores, ora
verdosos ora dorados, no entendía de rendimientos, utilizaciones, capitales,
explotaciones o niveles de vida, y creaba caprichosamente una obra maestra de
delicada belleza.
La tarde caía hacia la
obscuridad y en ausencia de calor del Sol el ambiente refrescaba. Carmona se
divisaba a lo lejos cuando el atento guía de los dos elegantes caballos tensó
la rienda izquierda y, sin siquiera echar un vistazo al bello pueblo sevillano,
pasaron de largo y al galope sobre polvorienta tierra que, decían, había sido
cementerio de antiguos romanos muchos siglos atrás.
Aunque ya con dificultad por la escasa luz del ocaso y la ausente luz
de luna, a poco menos de una legua recorrida después de pasar Carmona, y desde
el asiento guía del carruaje, todavía se podían ver las cúpulas de algunas de
sus iglesias y conventos.
Fue entonces cuando el cochero tiró de riendas, los caballos pararon
galope y emprendieron ligero trote al entrar por la puerta de un cortijo
llamado El Acebuche...(sigue)
IV. Arma y alma tienen mismo origen
El calor del interior de la casa y la acogida del anfitrión hicieron
que los recién llegados se quitasen sus sobretodos, y que don Pere desabrochase
el cinturón que sujetaba la peculiar espada en su costado izquierdo, sin soltar
el largo paquete que también llevaba.
- ¡Toma, Setefilla. Agárralo con cuidado y colócalo en perchas de
nuestro ropero con el mismo tiento! - ordenó don Nuño a una sirvienta dándole
las prendas.
- Lo que ordenéis, amo.
- Siéntense, caballeros. - propuso a continuación a sus apreciados
huéspedes.
Los cuales, con visible gusto, se acomodaron sobre dos aterciopelados
y acogedores sillones marrones.
De la chimenea emanaba el calor derramado por el fuego de varios leños
recién puestos y de brasas de otros ya consumidos que le daban consistencia.
Don Nuño cogió uno de los atizadores situados dentro de una funda de metal al
pie de la fogata y removió los troncos para avivar las llamas.
Su empeño dio el tiempo suficiente para que se pudieran observar con
detalle una gran mesa redonda dispuesta para la cena con mantel y servilletas
bordados, panes candeales, platos hondos, cubiertos de plata, botellas de vino,
jarras de agua, lavamanos llenos del mismo líquido y dos brillantes candelabros
de plata encendidos; seis sillas con reposabrazos, rodeando el mueble de
comidas y reuniones; la biblioteca, con algunos libros de títulos y autores
apenas distinguibles, encuadernados con piel; cuatro luminosos candiles con
mecha nueva, llenos de aceite y colgados de unos ganchos situados al efecto;
los cuatro cómodos sillones de aterciopelado forro marrón, colocados cerca de
la chimenea; una amplia alfombra con vistosos dibujos de caza cubriendo gran
parte del suelo; y una numerosa colección de manejables armas de fuego situada
a lo largo y ancho de todo el salón: arcabuces de rueda, arcabuces de disparo
por piedra, mosquetes de piedra y cañón liso, grandes pistolas de rueda y cañón
corto, pistolas más ligeras de disparo con ignición por pedernal y pequeñas
pistolas de esmerada artesanía.
- Veo que las armas de fuego forman parte importante de vuestro buen
gusto. - dijo don Pere admirando el armamento.
- Así es, he dedicado buena parte de mi vida a conservar y adquirir
todas estas piezas, y estoy muy orgulloso de tenerlas. - hizo una pausa y se
sentó en otro de los aterciopelados sillones, advirtiendo cómo el jurisprudente
miraba su cicatriz - Mi gusto por ellas comenzó a partir de un accidente que
tuve siendo muchacho. Mi difunto padre tenía una colección de espingardas de
mecha y arcabuces, todos están aquí, y se empeñó en adiestrarme en su manejo a
temprana edad. Decía que cuanto antes estuviera preparado para duelos, batallas
y disputas, antes maduraría y ganaría en respeto y bienes. ¿Ve aquel arcabuz de
rueda? - preguntó a don Pere al tiempo que señalaba una de las piezas exhibidas
en la estancia.
- Sí, tengo entendido que es complicado su manejo y costoso su mantenimiento.
- En efecto, veo que estáis versado en el tema. Como buen mozo, me
aficioné a tocar las armas de fuego y a manejarlas con cierta habilidad. Mi
padre se percató de mi gusto y natural disposición para su manejo, y pese a la
imprecisión y el gran tamaño de la pieza, se empeñó en que yo dominase a ese
gran arcabuz. Decía que cuando yo lo lograra con soltura, podría manejar
cualquiera otra arma que acabase entre mis manos. Y encerrado en ese
pensamiento, estuvo infligiéndome pesada tortura con el artefacto que ahí veis.
Hasta que un día, cansado por el continuo y pesado adiestramiento, cometí un
fatal error en la carga de la munición y el arma, más cargada por el diablo que
por mí, me explotó en plena cara, como desde entonces se puede ver en mi perfil
sin fijar la atención sobremanera. Lo curioso del caso es que, desde aquel
preciso momento y lejos de odiarlas, las armas de fuego se convirtieron para mí
en verdadera pasión y, en más de un trance, las he usado para... liquidar
asuntos de importancia, ya me entendéis.
- Curiosa historia, ciertamente. - aseguró don Pere ofreciéndole el paquete
que sostenía entre sus manos - Mas por el último motivo que habéis mentado he
traído para vos esta singular pieza, que espero os guste y tengáis a bien
incluir en este acogedor salón.
Don Nuño abrió la decorada caja y descubrió un moderno mosquete del
ejército francés con sus iniciales grabadas en la culata, dorada con oro
también franco.
- Os doy las gracias por el bien que me hacéis con este presente. Es
más, a partir de este mismo instante... liquidaré los asuntos importantes con
esta provechosa y artística pieza.
El arcipreste don Teodomiro admiró el regalo. Y antes que sus ojos
echasen chispas de celosa envidia, aunque fuese poca y venial, le dijo don
Pere:
- Y os ruego me lo permitáis, este otro obsequio es para vos. He querido
esperar este momento para ofrecéroslo a la misma vez.
Se trataba de una daga con hoja de sólido acero y de unos dos palmos
de longitud, con empuñadura de oro puro y anchos gavilanes para los quites,
funda del mismo valioso metal con sus iniciales talladas y guarnición de
piedras preciosas. Otra joya, otro inesperado detalle.
- Os lo agradezco. - comentó muy halagado y sorprendido don Teodomiro
- Más que nada porque este objeto forma con sus anchos gavilanes para los
quites el sagrado signo cristiano de la Cruz, con su oro y piedras preciosas el
valor de nuestra Santa Madre Iglesia, y con la punta de su hoja el remedio
oportuno para enmendar blasfemias y ausencias de Fe.
- Así sea don Teodomiro, a fe mía. - correspondió don Pere.
- A mis oídos han llegado muchas de vuestras andanzas, las vinculadas
con vuestros conocimientos sobre pleitos de justicia, y las que tienen relación
con vuestras habilidades de esgrima blandiendo una nueva espada mágica. Espada
que resuelve ajustes de cuentas como si fuese mano izquierda de otra legalidad.
- dijo don Nuño sonriendo con cierta malicia - ¿Tal vez el arma que habéis
separado de vos hace apenas unos instantes es la conocida como novedad,
asombrosa y resuelta?
- En lo cierto estáis, don Nuño, y ella será, empuñada por mi saber en
ambas lides, la que conceda a vuestro conjuntado plan la consecución adecuada.
Os lo aseguro.
- Como tenemos tiempo, habladnos de ella si no os es de mucho fastidio.
- sugirió el propietario de El Acebuche.
- Al contrario. - habló
complacido el espadachín - Mi arma goza de mi más íntimo aprecio, pues gracias
a ella mi fama ha recorrido senderos insospechados, desde mi Cataluña natal
hasta Andalucía, pasando por Austria, Holanda, Nápoles y Francia. Ya sabéis, lo
que no he alcanzado con la mano lo he conseguido con la hoja de mi espada. El
secreto de su mencionada magia, modestia aparte, está en el brazo que la empuña
y dirige.
- Razón tenéis. Vuestra probada reputación os precede y ni el
arcipreste ni yo dudamos comprobarlo en breve plazo. - certificó el hacendado,
quien, movido por la pasión armera, solicitó enseguida a su interlocutor: Os lo
ruego, don Pere, descubridme detalles de la peculiar espada que portáis.
- Con mucho gusto, don Nuño. Debéis saber que, aunque nueva resulte a
vuestros ojos, yo la traje de uno de mis viajes por el reino de Francia hace
más de un lustro. Por allí nació de forja ilustre, a mi medida y antojo. Es
arma muy poco conocida aún y en esas latitudes la llaman florete, que deriva de
la palabra italiana fioretto. Más ligera y manejable que las acostumbradas
espadas, pesa poco más de una libra de las de Castilla o, lo que es lo mismo, dieciséis
onzas de las medidas en esa tierra. Como bien podéis ver, - la señaló como lo
hizo antes su anfitrión con el arcabuz - tiene el mango curvo con un pomo,
remate o bola en su parte final. Su fina hoja, de firme aleación bien afilada
por ambos lados, mide algo más de cuatro palmos de largo. Detalle este último
muy apreciable, pues pincha y corta con gran primor cualquier adversa lidia,
faena o suerte... (sigue)
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