domingo, 12 de septiembre de 2021

Ida y Vuelta Jacobeas

Llegando a  Muxía. Queda volver...
(El Mito y la Realidad)

Un peregrino actual, con diabetes tipo I, decide hacer El Camino de Santiago como lo hacían los peregrinos de antaño: saliendo de casa andando, llegando a la Costa de la Muerte gallega y regresando a su hogar de la misma manera, sin utilizar ningún medio de transporte mecánico y moderno. Su objetivo es experimentar lo que ellos experimentaron, física, psíquica, emocional y espiritualmente, descubrir lo que ellos descubrieron y plasmarlo en un documento diferente, más acorde con la realidad histórica y trascendente...

Aquí, a modo de muestra, hay dos capítulos del inusual viaje:

IDA... capítulo 14
Exotismo vallisoletano
(Simancas – Peñaflor de Hornija)

Ayer, sin hacer caso del letrero de la habitación donde ponía «Prohibido Comer en las Habitaciones», y con la ausencia de mi reciente compañero, puse mantel de papel de periódico sobre la cama y cené sobre ella un menú del día que magníficamente me preparé: patatas fritas, pan con quesitos y una jugosa manzana.
 
No hice caso a la pequeña televisión de color negro que había frente a las camas. Me lavé los dientes, tapé mis oídos con tapones de gomaespuma amarilla y me metí en la cama. Abajo, muy cerca, se podía ver la terraza con sillas y mesas del restaurante-bar. Antes de irse, el australiano me contó que vendría a intempestivas horas por andar de fiesta con un turista escocés que conoció en Simancas el día anterior.

A las 06:30 oí la alarma de mi reloj de pulsera digital. Me levanté y mi recién conocido compañero de habitación también. Asearme y recoger mis cosas fue cosa de un periquete. Él, por tener todas las suyas desperdigadas y sin orden por toda la estancia, tardó bastante más. Raro fue que no se mezclaran con las mías. Así que nos dimos la mano con cortesía y nos despedimos con un sincero I’ll see you later.

Por las vacías calles busqué, para variar, algún bar abierto. Pobre iluso, ¿quién abre en una tranquila población de Valladolid un domingo muy de mañana después de pasar un sabadete con juerguilla y sombrerete? Sabiendo la respuesta, desayuné un estupendo bocadillo preparado por mi maestría bocadillera. Una pieza de museo culinario compuesta de sustancioso unte de foie-gras de lata y pan del día anterior en oportuna medida, flexible y masticable aún por ir en bolsa de plástico. El alimento me permitió partir con energía suficiente y propósito de progresar.

Como me tenía acostumbrado el clima veraniego de aquellos días, ningún cúmulo nuboso cubría el cielo. No obstante sentí frío. Un movido aire me sugirió ponerme la chaqueta deportiva que llevaba para ocasiones como esa. Y volví a internarme en los campos de Castilla con botas de media caña, hasta el tobillo, algo desgastadas por llevar unos cuantos años sendereando.

Las compré en 1998 con este viaje como objetivo, sin saber bien cuándo podría hacerlo efectivo. Una semana llevaba observando que dicho calzado se había deteriorado bastante. La bota izquierda se abría pidiendo ayuda por la presión sometida y su desgaste se mostraba de forma evidente. A pesar de la amenaza de abandono por parte de esta bota en la elevada aventura, una bota menos devota que la otra, esperaba contar con las dos hasta completar mi objetivo. Ya veríamos si podía ser.

La estupenda fabada que comí con deleite en Puente Duero fue dejando rastro en la jurisdicción de Simancas. Según iba el tema de las flatulencias, deduje que continuaría más o menos así hasta llegar a Peña Flor. Era consciente del beneficio de sus proteínas, sales minerales, fibra, vitaminas, ácido fólico y del impulso que me proporcionaba cuando llegué a Ciguñuela sobre las 08:30 horas. Había un bar cerrado donde, por una ventana entreabierta, pude ver a alguien trastear en su interior. Con tacto me acerqué y entoné para ser oído y no asustar:

- Buenos días. Por favor, ¿a qué hora abren el bar?  

- Hola. Buenos días – contestó una mujer de unos cincuenta años subiendo la persiana para verme mejor -. Sobre las nueve y media.

- Ah, bien. Gracias – dije con la intención de irme.  

- Pero si quiere un café se lo puedo servir aquí mismo.  

- Sí, se lo agradezco. Un café con leche me vendrá bien antes de seguir camino.

Me lo tomé de pie y me costó más barato de lo que solían cobrar normalmente. Activado también por la cafeína dejé Ciguñuela. Navegué entre dorados campos de cultivo, concretamente trigales. Los agricultores trabajaban ese domingo para salvar su cosecha de un posible cambio del tiempo atmosférico. El calor se adelantó y con él la maduración del cereal que, pese a todo, ese año no tuvo una de sus mejores producciones. Así me lo comentó uno de los campesinos.

Pocas señales o flechas amarillas se podían poner en aquel llano y áspero terreno. Cuando llegué a una bifurcación de la ruta en dos senderos elegí el de la izquierda, que señalaba una flecha amarilla puesta sobre una solitaria piedra. Recorridos unos cuantos metros, me crucé con tres labradores afanados en sus labores. Uno de ellos me preguntó:

- ¿Adónde va?  

- A Wamba – le respondí creyendo que su pregunta era producto de la curiosidad.  

- Entonces ha equivocado el sendero, por ahí va mal. Debe seguir el otro sendero, el de la derecha. 

- Me he fiado de la flecha amarilla que indica esta dirección.  

- Pues está mal colocada, porque es para el otro lado. Por aquí se desvía mucho.

Agradeciéndole el gesto regrese sobre mis pasos. Al llegar a la bifurcación del sendero agarré la piedra y la giré hacia el rumbo correcto, hacia Wamba. Así, al menos, no se equivocaría ni perdería el tiempo otro peregrino que pasara detrás de mí.

Las flechas amarillas, como sucede a menudo con los caminos que llevan a Santiago, suelen guiar de buena manera. Pero existe la posibilidad de que algunas de estas flechas nos lleven por lugares equivocados o que no nos convengan. Lo ideal es tener una buena capacidad para orientarse bien y, llegado el caso, asumir y superar bien la equivocación y lo inconveniente.

En concreto, aquella piedra con la flecha amarilla es posible que la cambiase de sitio o de orientación el paso de algún vehículo agrícola, la mala fe o incluso la coz de algún asno. Vaya usted a saber.

Una apetecible cuesta abajo por carretera comarcal me llevó a la pequeña villa de Wamba. Localidad vallisoletana poco conocida y de exótico nombre, en recuerdo del rey visigodo muerto en el año 680 y enterrado en Pampliega (Burgos) según las crónicas. En apariencia es un terruño como otros de la zona, de paso y características rurales. Pero esa superficial impresión desaparece cuando se llega a su iglesia de Santa María de la O, construcción del siglo XII. El monumento atestigua la importancia de la comarca en tiempos medievales.

Unos lugareños se encontraban al costado de las casas cercanas al templo. Les pregunté por la apertura de la iglesia. Contestaron que entrara en el Consistorio, allí me atenderían y darían información. Una mujer treintañera, con media melena castaña, ojos vivos y gallardo porte, bajó de inmediato al verme sujetando en sus manos un manojo de llaves grandes y viejas. Me saludó y siguió caminando hacia el santuario. La acompañé. Por no esperar su atención durante ese día, me atreví a preguntarle:

- ¿También trabajas en domingo?  

- Sí, qué le vamos a hacer – contestó esbozando resignación y una amable sonrisa.

Seguí a su vera unos cuantos pasos más. Abrió una de las puertas de la iglesia, la del lado sur, con una gran y antigua llave de hierro. Con su permiso dejé mochila, bordón y gorra en un recodo. Saqué de la riñonera libreta, bolígrafo, cámara analógica y flash. Comenzó a explicarme con paso lento y detalles la magnífica arquitectura que observaba, románica tardía y mozárabe. El templo fue convento de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén en el siglo XII. En la penumbra se conservaban pinturas murales policromadas, capiteles alegóricos, figuras y geometrías sacras.

En una hornacina de arco ojival situada en el muro derecho se encontraban dos figuras. Llamó mi atención el san Roque peregrino, talla del siglo XVII mostrando la herida de su muslo izquierdo, con cabello largo y barba, bordón, calabaza para el agua, perro mordiendo pan en su boca y sombrero de tres picos, habitual en la época en que fue realizada. Imagen que una vecina de la villa, devota del santo, se encargaba de cuidar. Como en otros muchos lugares peninsulares, lo sacaban en procesión el día 15 de agosto, ritual que manifiesta en colectividad el venerable acto de peregrinar, día también de la Asunción de la Virgen, no olvidemos este detalle.

Mi particular guía dijo que el alcalde actual del municipio también anduvo hasta Santiago desde Wamba. Como tenía poco tiempo lo hizo en poco más de una semana. Ella misma afirmó tener muchas ganas de caminar hasta Santiago. Pero, por trabajar durante los veranos y faltarle decisión, nunca se había decidido a emprenderlo. Quise animarla para que algún día lo realizara. Asimismo, le confesé que mi objetivo personal incluía también regresar a casa del mismo modo, desandando lo andado, volviendo al hogar del que partí.

La informadora se llamaba Juli, me reveló su nombre antes de abrir otra puerta. Daba a un espacio vacío lleno de tierra y hierbas del campo que hace más de ochocientos años fue claustro del cenobio sanjuanista. Mi sorpresa y atención iban en aumento. En la parte superior había restos palaciales y unas cuantas capillas en la parte inferior, seis de éstas todavía conservadas. Entonces, se dirigió hacia una de las capillas, a la que llamó «de las Ánimas», y abrió su cierre con otra gruesa llave.

Al entrar pisé un atrio metálico pintado de color verde con una baranda separadora. Ante mis ojos, al otro lado del pasamanos, bajo la bóveda de piedra que lo cubría, apareció un abundante osario muy bien dispuesto y apilado. Con restos cadavéricos de los monjes soldados del monasterio, acumulados por ellos mismos entre los siglos XIII y XIV. Fémures, escápulas y costillas eran distinguibles. Destacaban entre ellos los poderosos cráneos de quienes discurrieron por estas haciendas, tanto con el cuerpo como con la mente. Sus vacías cuencas oculares miraban fijamente hacia los visitantes. Daban pistas acerca de dónde había ido a parar la esencia que los movía.

Sobre estas reliquias humanas aleccionadoras se sujetaba una pintura hecha en madera con un rezo de los caballeros sanjuanistas:

Como te ves, yo me vi.
Como me ves, te verás.
Todo acaba en esto aquí.
Piénsalo y no pecarás.

Salí de Wamba con paso tranquilo, paseando, como si no hubiera salido aún de entre las labradas piedras del monumento nacional wambeño, haciendo balance de su inventario histórico-artístico a partir de la valiosa información facilitada por Juli. Y acto seguido, e inevitable por llevar removidas las entrañas y la sangre, de mi existencia en este mundo. Y sobre todo del marco social que nos envuelve ahora, ya comenzado el siglo XXI de la era cristiana.

De mis cavilaciones me sacó instantes más tarde el australiano, había equivocado la ruta y regresaba de un sendero inadecuado ojeando una guía jacobea Madrid-Sahagún. Le hice una foto diciéndole Smile, please! y anduvimos juntos el resto de la jornada hasta Peñaflor de Hornija.

Hablando, hablando, declaró que su nombre era Randall Pope (Papa traducido al español). Residía en Adelaide, ciudad portuaria de la Australia meridional, no muy lejos de la isla y el mar de Tasmania. Mantuvo relación sentimental durante algún tiempo con una mujer vasca en San Francisco, California, y entre sus brazos empezó a saborear ese terruño que llamamos España. Aquella ocasión era la quinta que visitaba la península.

Por lo demás, hablamos largo y tendido sobre el idioma inglés, de sus matices más diversos según la zona: australiano, inglés, estadounidenses, escocés, irlandés – incluyendo el del norte y el del café –,  hindú, pakistaní… Del lenguaje español con los suyos, también muy distintos según dónde. De los tacos en los dos idiomas, palabras gruesas que engordan la lengua y desahogan la ira de los peregrinos. De distancias, alojamientos, mujeres, comidas, cervezas…

Con la lengua suelta, una cuesta arriba diseñada para penitentes o masoquistas religiosos nos recibió al llegar a Peñaflor de Hornija. El calor abrasador no nos ayudó lo más mínimo a subirla. Por mi preparación y mejor estado físico llegué primero al bar Central que nos indicaron unos lugareños, donde además disponían de alojamiento. Y alojamiento, comida, cena y desayuno del día siguiente nos ofrecieron los dueños por 4000 pesetas los dos.

Una gran sala encima del bar, con dos camas rústicas y cómodas en un rincón, un sencillo lavabo y un gran tendedero a cubierto, nos acogió el resto de aquel domingo, día lleno de encuentros y descubrimientos diversos. Randall, tras una siesta en la que yo solo entorné los ojos durante un rato, aprovechó para lavar la ropa que llevaba sucia desde hacía una semana, fecha de su salida desde Segovia.

Después de escribir y continuar con mi trabajo alquímico en solitario el resto de la tarde, decidí salir para dar un paseo mientras se acercaba la hora de cenar. En mi recorrido encontré a Randall hablando con uno de los dueños del bar donde estábamos hospedados, hermano a su vez del otro dueño. Una mujer y una niña lo acompañaban. Con buen castellano, Randall les ponía al tanto de sus venturas y desventuras desde Segovia.

El hostelero nos habló de la presencia de pocos peregrinos por la ruta castellana en comparación con la ruta francesa. Por tal motivo habían acondicionado el espacio que tenían encima del bar, para acogernos a nosotros y a otros visitantes en peregrinación. También tuvo la deferencia de abrirnos una iglesia románica del siglo XII de nombre desconocido. Aguantaba en pie su pasado medieval pese a caerse a cachos y estar invadida por palomas y escombros. El posadero agregó que esta iglesia albergó peregrinos de épocas pretéritas y, comenzado el agitado siglo XX, sus propios abuelos oían misa en su interior cada domingo.

Gracias a la mujer que lo acompañaba con su niña, al parecer esposa del alcalde de Peñaflor, entramos luego en otra iglesia de origen menos antiguo y en mejor estado. Según diversas gentes del pueblo, fue construida entre los siglos XIV y XV con el nombre de Nuestra Señora de la Asunción, o de la Expectación, o de la Esperanza, o del Parto, o de la O. Contenía detalles dignos de mención.

Entre ellos un san Roque peregrino, tal vez del siglo XVIII, con atavío de la época, cabello y barba crecidos, bordón, calabaza, ángel, perro con pan en la boca, señalando con su mano derecha la herida de su muslo derecho. Posaba al lado de un Santiago matamoros a caballo y con espada aniquiladora de infieles.

Pese a no pasar por allí todavía riadas tumultuosas de gentes con mochila al hombro, como sucedía con la publicitada ruta francesa, estos detalles, junto a la hospitalidad y la atención de aquellas gentes castellanas, me revelaron que todavía permanecía en sus corazones e inconscientes colectivos la huella de esta arcaica peregrinación.

Las visitas histórico-artísticas culminaron con una estupenda cena en una de las mesas del bar. Randall y yo la amenizamos con una cháchara casi sin pausa. Por supuesto, gracias al vino y a la gaseosa que bebimos para empujar la parte sólida. Aunque, para ser sincero he de decir que en mí tuvo más culpa el vino que la gaseosa. Y en Randall, tres cervezas de tercio que se bebió antes de cenar.

El alimento fue abundante. Sobró tortilla de patata y puse parte de ella dentro de un trozo de pan con la intención de comerlo durante la media mañana del día siguiente. Cuando vio mi maniobra, sin yo decirle nada, el otro dueño del bar trajo hasta nuestra mesa un trozo de papel de aluminio para envolver el bocadillo de tortilla. Fue un buen detalle que le agradecí con sinceridad, pues una existencia más o menos agradable se construye con pequeños detalles cotidianos como éste. Parloteo suelto y buena manutención me llevaron pronto a la cama para descansar. El australiano, por haber dormido buena siesta, necesitó alguna copa más para llegar a ese punto...
 
VUELTA... capítulo 74
Vibrantes secretos
(Olmedo – Coca)

El sol salió del asfalto para verme avanzar hacia Aguasal por la cuneta de la carretera secundaria y las pocas nubes blancas que adornaban el cielo le permitieron lucirse durante el resto del día. Sobre la carretera encontré más víctimas de la prisa humana armada con carrocerías y motores. Ratoncillos de campo, parientes del habitante de la ermita de Alcazarén, una culebra, un gato y un erizo, primo de la «pelota de pinchos» de Gonzar. Despellejados, cuarteados, desfigurados o aplastados sin piedad, componían un cruento mosaico bajo las marcas de pesadas e implacables ruedas de los vehículos circulantes.

Yo por si acaso me acercaba a la cuneta cuando veía acercarse a uno de frente. A esas horas mañaneras y estivales hay gentes que circulan por levantarse pronto y otras que conducen sin haberse acostado aún, arrastrando sueño y alcohol de garrafa. Conocía casos de peregrinos arrollados, obligados a hacer malabarismos para evitar el atropello y asustados por automovilistas pocos diestros, sin cabeza o con mala idea. Persona prevenida vale por tres, o incluso más.

Mis suelas pisaron asfalto hasta llegar a la entrada de Llano de Olmedo. Cambié de dirección cuando observé un antiguo crucero cercano a un sendero saliente de la población. Para acercarme a él crucé una parcela arada pero sin cultivos. La cruz de piedra estaba ladeada, avisando de su posible caída. Su deteriorada base escalonada apenas podía sustentarla. En el inicio de su parte vertical, sobre unas letras difuminadas que no logré descifrar, estaba esculpido el año 1536, época en la que cronistas católicos extendían por Europa el contradictorio y polémico ideario del protestantismo. 

Los palos pétreos tenían forma cilíndrica. En su cara anterior, mirando hacia el sureste, el sentido de mi vuelta, estaba esculpido un Cristo coronado por una aureola que contenía una cruz pateada o de pata de oca, emblema de la Orden templaria, y sobre ella el título I.N.R.I. (Iesvs Nazarenvs Rex Ivdaeorvm: Jesús Nazareno Rey de los Judíos) en forma descendente, con la parte derecha caída, un signo negativo de tal titulación. En su cara posterior tenía la Virgen con un niño que agarraba el pecho izquierdo de su Madre con la mano derecha, la íntima leche que alimenta la sabiduría, situada sobre el corazón.

El inesperado crucero atrajo mi atención durante un buen rato, su fuerza era considerable. Después de volverme para mirarlo varias veces mientras retomaba la carretera secundaria, me crucé con un anciano que iba andando por el asfalto. Vestía como si fuera por su casa, con zapatillas, bastón, bata y entendimiento sobre la vida. Preguntó sobre mi marcha, hice un breve resumen, asintió, me felicitó y contó que el lugar donde estaba el crucero superviviente se llamaba Las Eras del Cristo.

Digo superviviente porque había otro crucero más al otro lado de Llano de Olmedo. Hacía más o menos veinte años que cayó al suelo por el abandono y los golpes de la maquinaria agrícola moderna, y lo retiraron de su sitio. No me dijo qué hicieron con él, pero afirmó que araron el lugar donde ser erguía sin dejar huella de su existencia. A la vera de los dos cruceros y rodeado de los paisanos, el cura del lugar realizaba rogativas u oraciones públicas y echaba agua bendita hacia los cuatro puntos cardinales. Su verdadero objetivo no era tanto el bendecir los campos como recordar a la grey quien dirigía sus conciencias y el pago a la parroquia del diezmo: la décima parte de lo cosechado, producido o comerciado por la comunidad.

Estos dos explícitos cruceros de siglo XVI, de los que solo existía uno en posición oblicua cuando yo pasé desafiando la ley de la gravedad y la de la desidia, eran una prueba más del paso de peregrinos por estas tierras de campos y del esfuerzo de sus gentes por mantener su buena memoria y el flujo de almas por sus veredas. Pese a confabulaciones, imposiciones, torturas y penas empleadas por la ortodoxia católica y su diabólica Inquisición, calificada por sus ejecutores como Santa.

Como punto y final de su aparición el añoso me acompañó con alegría un tramo y, valorando mi esfuerzo, acabó el diálogo diciendo: 
 
- Muchas gentes de ciudad están mal enseñadas. Hacen trabajos de señoritos, de no mancharse las manos. Y si uno no se mancha las manos trabajando y no anda lo suficiente por el campo no conocerá las cosas más importantes y hermosas de esta vida.
 
Retomé el ritmo y me introduje en la provincia de Segovia, divisando no lejos el pueblo de Villeguillo. Salir del arbolado de pinos por el que iba me permitió contemplar su extensión. Los árboles ya no me impedían ver el bosque, al contrario. Los veía erguidos y dispuestos para enseñar el Camino correcto en la encrucijada, la claridad entre las tinieblas, el grano entre la paja, la sabiduría entre ignorancia y estupidez, las perdidas llaves del castillo cerebral entre el enfangado fondo del mar inconsciente, matarile, rile, ron, chimpón.

Ingresé en Villeguillo y las flechas amarillas me saludaron efusivamente por creerme perdido. Quise celebrar los descubrimientos efectuados hasta ese momento regalándome un café con leche grande y caliente en un bar del pueblo. Saludé a dos lugareños cuarentones que conversaban y les pregunté por uno abierto a esas horas. Como me sucedió a la ida a hora más temprana, no había ninguno que abriera sus puertas hasta más tarde. Uno de ellos me preguntó si peregrinaba, le expliqué, calificó lo que llevaba caminado de hazaña y me invitó a tomar uno de esos cafés en su casa.

El rostro del villeguillense expresaba el deseo de sincerarse conmigo. Tomé su actitud como un elogio y acepté la invitación. Su morada estaba a pie de calle. Nada más entrar me preparó el café acompañado de panecillos dulces y empezó a hablarme de su querido hijo adolescente, al que le habían quedado varias asignaturas pendientes en el instituto.
 
- No tiene ilusión por nada y pasa de todo – dijo sentándose conmigo a la mesa –. Quiero que vaya a algún país del Tercer mundo con una O.N.G. para que se dé cuenta de lo que cuestan las cosas y de lo que merece la pena – me miró con fijeza y su ojos se humedecieron –. Nadie nos enseña a vivir y el Camino es una auténtica escuela de la vida. Yo no tengo posibilidad de hacer algo parecido a lo que estás haciendo tú, tengo muchas ataduras. Además, mi trabajo como agricultor es una tarea simple, monótona y sin mucho valor.

Abrí mi libreta de apuntes y, con su permiso, leí la frase atribuida a Marco Tulio Cicerón, aquella que habla de la agricultura como profesión propia del sabio, la más conveniente para los humildes y la más digna para los hombres libres. Reflexionó la frase y, algo más convencido de la utilidad de su labor, esbozó media sonrisa y continuó:
 
- Con el tractor y el arado mecanizado he desenterrado platos, vasos, vasijas y denarios romanos de plata. Pero gracias a la ley he tirado todo lo que he encontrado para no complicarme la vida.

Unos cuantos agricultores me habían hablado ya de lo mismo y con el mismo pesar. Después de descubrir reveladores materiales del pasado, muchos campesinos han sido despojados de sus tierras por las autoridades, y la Ley de Patrimonio Histórico de 1985, sin recibir indemnización alguna. Como consecuencia, los labradores actuales no quieren ver, ni oír, ni saber nada sobre arqueología oficial. Si encuentran algo lo rompen o lo tapan, lo llevan lejos de sus terrenos o lo guardan en silencio.

- La maquinaria social – prolongó – impide que desarrollemos todo nuestro potencial mental. Los sueños, por ejemplo, son auténticas revelaciones. Cuantos más destapas, más cosas descubres del pasado, del futuro, de la realidad y de nosotros mismos – miró al suelo y agrandó la sonrisa –. Hace unos años tuve un problema con el tractor y encontré la solución en uno de mis sueños. 

 - ¿Cómo?

- El motor se estropeó, lo desmonté y lo volví a montar con nuevas piezas varias veces, pero no funcionaba bien. En el sueño de aquella noche vi la pieza que estaba mal montada, a la mañana siguiente la puse bien y arranqué el motor al instante, sin problemas.

No se equivocaba el labrador, apenado por las circunstancias y ataduras de su vida, como tantos otros prójimos. Salí de Villeguillo dejando atrás los motores ruidosos e impulsores de agua para el riego de las parcelas cultivadas, con aspersores incluidos. Los pinos resineros recibieron mi llegada con aplausos de sus ramas sin salpicarme restos de su pegajosa y abundante resina. Bordeando el río Eresma entre los aludidos árboles, cuyos troncos acompañaban retamas y tomillos, oteé a no mucha distancia la localidad de Coca, la antigua Cauca romana que esperaba para albergarme. Cuando llegué al Ayuntamiento un representante selló mi credencial y me dio la llave del albergue cedido a los peregrinos: la antigua casa del maestro.

Comí en el sencillo restaurante La Muralla. A cambio de 1000 pesetas me sirvieron una ensalada de endivia, cebolla, pimiento rojo y trozos de bacalao, huevos rotos o estrellados con patatas fritas y una rodaja melón de postrero, acompañado de  pan, vino y buena atención. Reposé la digestión en corta siesta, estirado sobre el aislante y el saco de dormir, arrullado por los ecos de pretéritas clases de enseñanzas primarias.  A las 16:30 horas me aproximé al castillo de Coca, observando sus dos partes cuadrangulares: la externa rodeada de un profundo y amplio foso, y la interna y más elevada con estrechas troneras, almenas y torres.

Crucé el foso por el puente de acceso, pagué 265 pesetas en la taquilla y me reuní con seis personas más que esperaban al guía, pues la visita al monumento era guiada y no se podía hacer a capricho. El guía apareció unos minutos después con una sonrisa amable, saludó e indicó que en el interior del castillo estaba instalada desde el año 1958 la Escuela de Capacitación Forestal, donde se forma a los guardabosques, por ese motivo no se podía acceder a todo el recinto amurallado. Caminando hacia la torre del homenaje nos hizo un comentario histórico subrayando el importante papel de Antonio Fonseca en la construcción del castillo.

Paramos en la capilla, llamada así por contener varias imágenes y tallas religiosas, aunque nunca cumplió esa función. Subimos una estrecha escalera con peldaños de ladrillo y llegamos a la sala de armas, estancia cúbica. La estructura, la decoración con mosaicos geométricos de colores azules, blancos y rojos (los tres colores principales de la obra alquímica) y las nervaduras góticas del techo abovedado no cumplían con las funciones militares que le adjudicaba el nombre.
 
Ascendimos más peldaños estrechos de ladrillo y entramos en la sala museo, con las mismas dimensiones que la anterior y una ventana arqueada de dos arcos dividida por una columna. Las paredes con motivos geométricos de color rojo albergaban algunas piezas arqueológicas romanas junto a mosaicos renacentistas del siglo XVI. Tampoco se sabe para qué utilizaban esta estancia. En la larga y espaciosa galería contigua al museo, contemplamos armas y armaduras de los siglos XVI y XVII, y fotos del castillo hechas antes y después de su restauración.
 
Sobre nuestras cabezas teníamos el mirador, el punto más elevado de la torre del homenaje. Esta torre, situada en la zona más protegida, era la estructura principal del castillo medieval y su recinto podía aislarse del resto de la fortaleza en caso de ataque. Sus muros contenían las estancias del señor y de su corte, donde se despachaban los asuntos más importantes, almacenes de víveres para resistir asedios y, en su zona inferior, un pasadizo largo, secreto y subterráneo cuya salida daba a un lugar alejado. El nombre le viene por practicarse en ella la ceremonia del homenaje.

Con este acto el señor feudal confiaba al vasallo la custodia de un feudo a cambio de auxilio y consejo. Era un rito de naturaleza religiosa con obligaciones recíprocas, diferente al de dominación señorial y sin escape de los señoríos como el de Coca, pues el feudalismo era un estado espiritual, una comunidad de espíritus libres y laboriosos. La palabra homenaje deriva de homenatge, voz occitana, provenzal, cátara, catalana o del Languedoc, feudos medievales donde se utilizaba la lengua de oca, habla de argot con significados ocultos y que da nombre al arte gótico.

En el paseo de ronda o adarve descubierto permanecimos unos minutos, admirando el paisaje ofrecido por la altura del monumento. Una magnífica vista de los pinares, las poblaciones circundantes, los restos de muralla medieval, la iglesia de Santa María la Mayor y la torre de San Nicolás: un minarete o alminar musulmán anterior al siglo XII. Y en la galería norte ojeamos copias de algunos documentos antiguos relacionados con el castillo y la villa de Coca.
 
Fuimos a la otra torre que se podía visitar y pasamos por la sala de los peces, cuyo interior lucía un extraño hueco de baja altura, poca profundidad y bóveda de cañón con motivos mudéjares, así como figuras geométricas con lados ondulados y colores azules y rojos que alguna imaginación ha querido relacionar con peces. Entramos en la sala de los jarros, con la estructura geométrica de un dodecágono regular y cúpula semiesférica por techo. Noté algo especial nada más pisar el suelo. El guía nos invitó a poner las espaldas en uno de los doce lados, donde solo cabía una persona, luego se puso en el lado del dodecágono que había frente a mí y aseguró:
 
- Usted puede oírme, pero quien está a su lado no puede oír nada de lo que estoy diciendo.
 
Cambió de lado y continuó hablando, pero dejé de oír lo que decía. Cada persona solo podía oír lo que decía la persona que tenía en frente, ni siquiera se podía escuchar a la persona que hablaba en el lado de al lado, a la que se podía tocar con la mano. La impresionante acústica avisaba de un uso misterioso.
 
- A esta sala también la llaman la sala de los secretos - añadió el guía.
 
- ¿Y qué secretos se decía aquí? - le interrogó una visitante.
 
- Si se supieran, ya no serían secretos - resolvió con una sorisa.
 
La bóveda semicircular y los doce lados de las paredes proporcionaban sonoridad y energía especiales. Cada lado estaba decorado y dividido por dibujos de arquerías mudéjares de color negro, blanco y rojo, base de los cuales era una banda geométrica entrelazada, emblema de unión entre los reunidos. Dibujadas con trazos negros, dos largas plantas a la altura de la espalda acogían la columna vertebral. 
 
A la altura de la cabeza surgía de ellas una gran flor con dos pétalos, de cuyo interior brotaba una especie de gran lengua vegetal. Y sobre las cabezas, los doce jarros con trazos negros y rojos, símbolo de la inteligencia suprema.

Con la impresión de la sala de los secretos bajamos a la que llaman sala de acceso a la mazmorra. Debajo de la ventana que daba al exterior destacaba la talla de una Estrella de David o Sello de Salomón, estrella de seis puntas, seña de identidad de los judíos y de Israel según la historiografía oficial. Geometría en la que encajan los copos de nieve y que en realidad representa la vibración primordial, el principio que impregna la creación, el sistema nervioso invisible que recorre el universo conectando todas las cosas, el nombre impronunciable de Dios, el vínculo entre nuestro mundo interior y el mundo exterior.

El suelo de esta sala tenía un agujero estrecho y abovedado que conectaba con la mazmorra por el que no cabía el cuerpo de una persona. El guía contó que estaba hecho así para dar de comer y evitar la huída de los encarcelados en la mazmorra, a quienes se introducía por la puerta de abajo, y que fue prisión de grandes señores como Gaspar Pérez de Guzmán y Gómez de Sandoval y Rojas, IX duque de Medina Sidonia. Estos datos no me cuadraron porque a los nobles de alto rango no los encerraban en lugares como este y seguían disfrutando de los privilegios de su casta incluso en presidio.

La sala de acceso a la mazmorra y la mazmorra no eran nada de eso. El agujero que las une es un hueco con finalidades especiales... (sigue)


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