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Llegando a Muxía. Queda volver... |
(El Mito y la Realidad)
Un peregrino actual, con diabetes tipo I, decide hacer El Camino de Santiago como lo hacían los peregrinos de antaño: saliendo de casa andando, llegando a la Costa de la Muerte gallega y regresando a su hogar de la misma manera, sin utilizar ningún medio de transporte mecánico y moderno. Su objetivo es experimentar lo que ellos experimentaron, física, psíquica, emocional y espiritualmente, descubrir lo que ellos descubrieron y plasmarlo en un documento diferente, más acorde con la realidad histórica y trascendente...
Aquí, a modo de muestra, hay dos capítulos del inusual viaje:
IDA... capítulo 14
Exotismo vallisoletano
(Simancas – Peñaflor de Hornija)
Ayer, sin hacer caso del letrero de la habitación donde ponía «Prohibido
Comer en las Habitaciones», y con la ausencia de mi reciente compañero, puse
mantel de papel de periódico sobre la cama y cené sobre ella un menú del día
que magníficamente me preparé: patatas fritas, pan con quesitos y una jugosa
manzana.
No hice caso a la pequeña televisión de color negro que había
frente a las camas. Me lavé los dientes, tapé mis oídos con tapones de gomaespuma
amarilla y me metí en la cama. Abajo, muy cerca, se podía ver la terraza con
sillas y mesas del restaurante-bar. Antes de irse, el australiano me contó que vendría
a intempestivas horas por andar de fiesta con un turista escocés que conoció en
Simancas el día anterior.
A las 06:30 oí la alarma de mi reloj de pulsera digital. Me
levanté y mi recién conocido compañero de habitación también. Asearme y recoger
mis cosas fue cosa de un periquete. Él, por tener todas las suyas desperdigadas
y sin orden por toda la estancia, tardó bastante más. Raro fue que no se
mezclaran con las mías. Así que nos dimos la mano con cortesía y nos despedimos
con un sincero I’ll see you later.
Por las vacías calles busqué, para variar, algún bar abierto.
Pobre iluso, ¿quién abre en una tranquila población de Valladolid un domingo
muy de mañana después de pasar un sabadete con juerguilla y sombrerete?
Sabiendo la respuesta, desayuné un estupendo bocadillo preparado por mi
maestría bocadillera. Una pieza de museo culinario compuesta de sustancioso unte
de foie-gras de lata y pan del día
anterior en oportuna medida, flexible y masticable aún por ir en bolsa de
plástico. El alimento me permitió partir con energía suficiente y propósito de
progresar.
Como me tenía acostumbrado el clima veraniego de aquellos días,
ningún cúmulo nuboso cubría el cielo. No obstante sentí frío. Un movido aire me
sugirió ponerme la chaqueta deportiva que llevaba para ocasiones como esa. Y
volví a internarme en los campos de Castilla con botas de media caña, hasta el
tobillo, algo desgastadas por llevar unos cuantos años sendereando.
Las compré en 1998 con este viaje como objetivo, sin saber bien
cuándo podría hacerlo efectivo. Una semana llevaba observando que dicho calzado
se había deteriorado bastante. La bota izquierda se abría pidiendo ayuda por la
presión sometida y su desgaste se mostraba de forma evidente. A pesar de la
amenaza de abandono por parte de esta bota en la elevada aventura, una bota
menos devota que la otra, esperaba contar con las dos hasta completar mi
objetivo. Ya veríamos si podía ser.
La estupenda fabada que comí con deleite en Puente Duero fue
dejando rastro en la jurisdicción de Simancas. Según iba el tema de las
flatulencias, deduje que continuaría más o menos así hasta llegar a Peña Flor. Era
consciente del beneficio de sus proteínas, sales minerales, fibra, vitaminas,
ácido fólico y del impulso que me proporcionaba cuando llegué a Ciguñuela sobre
las 08:30 horas. Había un bar cerrado donde, por una ventana entreabierta, pude
ver a alguien trastear en su interior. Con tacto me acerqué y entoné para ser
oído y no asustar:
- Buenos días. Por favor, ¿a
qué hora abren el bar?
- Hola. Buenos días – contestó
una mujer de unos cincuenta años subiendo la persiana para verme mejor -. Sobre
las nueve y media.
- Ah, bien. Gracias – dije con
la intención de irme.
- Pero si quiere un café se lo
puedo servir aquí mismo.
- Sí, se lo agradezco. Un café
con leche me vendrá bien antes de seguir camino.
Me lo tomé de pie y me costó más barato de lo que solían cobrar
normalmente. Activado también por la cafeína dejé Ciguñuela. Navegué entre
dorados campos de cultivo, concretamente trigales. Los agricultores trabajaban
ese domingo para salvar su cosecha de un posible cambio del tiempo atmosférico.
El calor se adelantó y con él la maduración del cereal que, pese a todo, ese
año no tuvo una de sus mejores producciones. Así me lo comentó uno de los
campesinos.
Pocas señales o flechas amarillas se podían poner en aquel llano y
áspero terreno. Cuando llegué a una bifurcación de la ruta en dos senderos
elegí el de la izquierda, que señalaba una flecha amarilla puesta sobre una
solitaria piedra. Recorridos unos cuantos metros, me crucé con tres labradores
afanados en sus labores. Uno de ellos me preguntó:
- ¿Adónde va?
- A Wamba – le respondí
creyendo que su pregunta era producto de la curiosidad.
- Entonces ha equivocado el
sendero, por ahí va mal. Debe seguir el otro sendero, el de la derecha.
- Me he fiado de la flecha
amarilla que indica esta dirección.
- Pues está mal colocada,
porque es para el otro lado. Por aquí se desvía mucho.
Agradeciéndole el gesto regrese sobre mis pasos. Al llegar a la
bifurcación del sendero agarré la piedra y la giré hacia el rumbo correcto,
hacia Wamba. Así, al menos, no se equivocaría ni perdería el tiempo otro
peregrino que pasara detrás de mí.
Las flechas amarillas, como sucede a menudo con los caminos que
llevan a Santiago, suelen guiar de buena manera. Pero existe la posibilidad de
que algunas de estas flechas nos lleven por lugares equivocados o que no nos
convengan. Lo ideal es tener una buena capacidad para orientarse bien y,
llegado el caso, asumir y superar bien la equivocación y lo inconveniente.
En concreto, aquella piedra con la flecha amarilla es posible que
la cambiase de sitio o de orientación el paso de algún vehículo agrícola, la
mala fe o incluso la coz de algún asno. Vaya usted a saber.
Una apetecible cuesta abajo por carretera comarcal me llevó a la
pequeña villa de Wamba. Localidad vallisoletana poco conocida y de exótico
nombre, en recuerdo del rey visigodo muerto en el año 680 y enterrado en
Pampliega (Burgos) según las crónicas. En apariencia es un terruño como otros
de la zona, de paso y características rurales. Pero esa superficial impresión desaparece
cuando se llega a su iglesia de Santa María de la O, construcción del siglo XII. El monumento
atestigua la importancia de la comarca en tiempos medievales.
Unos lugareños se encontraban al costado de las casas cercanas al
templo. Les pregunté por la apertura de la iglesia. Contestaron que entrara en
el Consistorio, allí me atenderían y darían información. Una mujer treintañera,
con media melena castaña, ojos vivos y gallardo porte, bajó de inmediato al
verme sujetando en sus manos un manojo de llaves grandes y viejas. Me saludó y
siguió caminando hacia el santuario. La acompañé. Por no esperar su atención
durante ese día, me atreví a preguntarle:
- ¿También trabajas en domingo?
- Sí, qué le vamos a hacer –
contestó esbozando resignación y una amable sonrisa.
Seguí a su vera unos cuantos pasos más. Abrió una de las puertas
de la iglesia, la del lado sur, con una gran y antigua llave de hierro. Con su
permiso dejé mochila, bordón y gorra en un recodo. Saqué de la riñonera
libreta, bolígrafo, cámara analógica y flash. Comenzó a explicarme con paso lento y detalles la magnífica arquitectura que
observaba, románica tardía y mozárabe. El templo fue convento de la Orden Hospitalaria de San Juan
de Jerusalén en el siglo XII. En la penumbra se conservaban pinturas murales
policromadas, capiteles alegóricos, figuras y geometrías sacras.
En una hornacina de arco ojival situada en el muro derecho se encontraban
dos figuras. Llamó mi atención el san Roque peregrino, talla del siglo XVII
mostrando la herida de su muslo izquierdo, con cabello largo y barba, bordón,
calabaza para el agua, perro mordiendo pan en su boca y sombrero de tres picos,
habitual en la época en que fue realizada. Imagen que una vecina de la villa,
devota del santo, se encargaba de cuidar. Como en otros muchos lugares
peninsulares, lo sacaban en procesión el día 15 de agosto, ritual que
manifiesta en colectividad el venerable acto de peregrinar, día también de la Asunción de la Virgen, no olvidemos este
detalle.
Mi particular guía dijo que el alcalde actual del municipio
también anduvo hasta Santiago desde Wamba. Como tenía poco tiempo lo hizo en
poco más de una semana. Ella misma afirmó tener muchas ganas de caminar hasta
Santiago. Pero, por trabajar durante los veranos y faltarle decisión, nunca se
había decidido a emprenderlo. Quise animarla para que algún día lo realizara.
Asimismo, le confesé que mi objetivo personal incluía también regresar a casa
del mismo modo, desandando lo andado, volviendo al hogar del que partí.
La informadora se llamaba Juli, me reveló su nombre antes de abrir
otra puerta. Daba a un espacio vacío lleno de tierra y hierbas del campo que
hace más de ochocientos años fue claustro del cenobio sanjuanista. Mi sorpresa
y atención iban en aumento. En la parte superior había restos palaciales y unas
cuantas capillas en la parte inferior, seis de éstas todavía conservadas.
Entonces, se dirigió hacia una de las capillas, a la que llamó «de las Ánimas»,
y abrió su cierre con otra gruesa llave.
Al entrar pisé un atrio metálico pintado de color verde con una
baranda separadora. Ante mis ojos, al otro lado del pasamanos, bajo la bóveda
de piedra que lo cubría, apareció un abundante osario muy bien dispuesto y
apilado. Con restos cadavéricos de los monjes soldados del monasterio,
acumulados por ellos mismos entre los siglos XIII y XIV. Fémures, escápulas y
costillas eran distinguibles. Destacaban entre ellos los poderosos cráneos de
quienes discurrieron por estas haciendas, tanto con el cuerpo como con la
mente. Sus vacías cuencas oculares miraban fijamente hacia los visitantes.
Daban pistas acerca de dónde había ido a parar la esencia que los movía.
Sobre estas reliquias humanas aleccionadoras se sujetaba una
pintura hecha en madera con un rezo de los caballeros sanjuanistas:
Como
te ves, yo me vi.
Como
me ves, te verás.
Todo
acaba en esto aquí.
Piénsalo
y no pecarás.
Salí de Wamba con paso tranquilo, paseando, como si no hubiera
salido aún de entre las labradas piedras del monumento nacional wambeño,
haciendo balance de su inventario histórico-artístico a partir de la valiosa
información facilitada por Juli. Y acto seguido, e inevitable por llevar
removidas las entrañas y la sangre, de mi existencia en este mundo. Y sobre
todo del marco social que nos envuelve ahora, ya comenzado el siglo XXI de la
era cristiana.
De mis cavilaciones me sacó instantes más tarde el australiano,
había equivocado la ruta y regresaba de un sendero inadecuado ojeando una guía
jacobea Madrid-Sahagún. Le hice una foto diciéndole Smile, please! y anduvimos juntos el resto de la jornada hasta
Peñaflor de Hornija.
Hablando, hablando, declaró que su nombre era Randall Pope (Papa
traducido al español). Residía en Adelaide, ciudad portuaria de la Australia meridional, no
muy lejos de la isla y el mar de Tasmania. Mantuvo relación sentimental durante
algún tiempo con una mujer vasca en San Francisco, California, y entre sus
brazos empezó a saborear ese terruño que llamamos España. Aquella ocasión era
la quinta que visitaba la península.
Por lo demás, hablamos largo y tendido sobre el idioma inglés, de
sus matices más diversos según la zona: australiano, inglés, estadounidenses,
escocés, irlandés – incluyendo el del norte y el del café –, hindú, pakistaní… Del lenguaje español con
los suyos, también muy distintos según dónde. De los tacos en los dos idiomas,
palabras gruesas que engordan la lengua y desahogan la ira de los peregrinos. De
distancias, alojamientos, mujeres, comidas, cervezas…
Con la lengua suelta, una cuesta arriba diseñada para penitentes o
masoquistas religiosos nos recibió al llegar a Peñaflor de Hornija. El calor
abrasador no nos ayudó lo más mínimo a subirla. Por mi preparación y mejor
estado físico llegué primero al bar Central que nos indicaron unos lugareños,
donde además disponían de alojamiento. Y alojamiento, comida, cena y desayuno
del día siguiente nos ofrecieron los dueños por 4000 pesetas los dos.
Una gran sala encima del bar, con dos camas rústicas y cómodas en
un rincón, un sencillo lavabo y un gran tendedero a cubierto, nos acogió el
resto de aquel domingo, día lleno de encuentros y descubrimientos diversos.
Randall, tras una siesta en la que yo solo entorné los ojos durante un rato,
aprovechó para lavar la ropa que llevaba sucia desde hacía una semana, fecha de
su salida desde Segovia.
Después de escribir y continuar con mi trabajo alquímico en
solitario el resto de la tarde, decidí salir para dar un paseo mientras se
acercaba la hora de cenar. En mi recorrido encontré a Randall hablando con uno
de los dueños del bar donde estábamos hospedados, hermano a su vez del otro
dueño. Una mujer y una niña lo acompañaban. Con buen castellano, Randall les
ponía al tanto de sus venturas y desventuras desde Segovia.
El hostelero nos habló de la presencia de pocos peregrinos por la
ruta castellana en comparación con la ruta francesa. Por tal motivo habían acondicionado
el espacio que tenían encima del bar, para acogernos a nosotros y a otros
visitantes en peregrinación. También tuvo la deferencia de abrirnos una iglesia
románica del siglo XII de nombre desconocido. Aguantaba en pie su pasado
medieval pese a caerse a cachos y estar invadida por palomas y escombros. El
posadero agregó que esta iglesia albergó peregrinos de épocas pretéritas y,
comenzado el agitado siglo XX, sus propios abuelos oían misa en su interior
cada domingo.
Gracias a la mujer que lo acompañaba con su niña, al parecer
esposa del alcalde de Peñaflor, entramos luego en otra iglesia de origen menos
antiguo y en mejor estado. Según diversas gentes del pueblo, fue construida
entre los siglos XIV y XV con el nombre de Nuestra Señora de la Asunción, o de la Expectación, o de la Esperanza, o del Parto,
o de la O. Contenía
detalles dignos de mención.
Entre ellos un san Roque peregrino, tal vez del siglo XVIII, con
atavío de la época, cabello y barba crecidos, bordón, calabaza, ángel, perro
con pan en la boca, señalando con su mano derecha la herida de su muslo
derecho. Posaba al lado de un Santiago matamoros a caballo y con espada
aniquiladora de infieles.
Pese a no pasar por allí todavía riadas tumultuosas de gentes con
mochila al hombro, como sucedía con la publicitada ruta francesa, estos
detalles, junto a la hospitalidad y la atención de aquellas gentes castellanas,
me revelaron que todavía permanecía en sus corazones e inconscientes colectivos
la huella de esta arcaica peregrinación.
Las visitas histórico-artísticas culminaron con una estupenda cena
en una de las mesas del bar. Randall y yo la amenizamos con una cháchara casi
sin pausa. Por supuesto, gracias al vino y a la gaseosa que bebimos para
empujar la parte sólida. Aunque, para ser sincero he de decir que en mí tuvo
más culpa el vino que la gaseosa. Y en Randall, tres cervezas de tercio que se
bebió antes de cenar.
El alimento fue abundante. Sobró tortilla de patata y puse parte
de ella dentro de un trozo de pan con la intención de comerlo durante la media
mañana del día siguiente. Cuando vio mi maniobra, sin yo decirle nada, el otro
dueño del bar trajo hasta nuestra mesa un trozo de papel de aluminio para
envolver el bocadillo de tortilla. Fue un buen detalle que le agradecí con
sinceridad, pues una existencia más o menos agradable se construye con pequeños
detalles cotidianos como éste. Parloteo suelto y buena manutención me llevaron
pronto a la cama para descansar. El australiano, por haber dormido buena siesta,
necesitó alguna copa más para llegar a ese punto...
VUELTA... capítulo 74
Vibrantes secretos
(Olmedo – Coca)
El sol salió del asfalto para verme avanzar hacia Aguasal por la
cuneta de la carretera secundaria y las pocas nubes blancas que adornaban el
cielo le permitieron lucirse durante el resto del día. Sobre la carretera
encontré más víctimas de la prisa humana armada con carrocerías y motores.
Ratoncillos de campo, parientes del habitante de la ermita de Alcazarén, una
culebra, un gato y un erizo, primo de la «pelota de pinchos» de Gonzar.
Despellejados, cuarteados, desfigurados o aplastados sin piedad, componían un
cruento mosaico bajo las marcas de pesadas e implacables ruedas de los
vehículos circulantes.
Yo por si acaso me acercaba a la cuneta cuando veía acercarse a
uno de frente. A esas horas mañaneras y estivales hay gentes que circulan por
levantarse pronto y otras que conducen sin haberse acostado aún, arrastrando
sueño y alcohol de garrafa. Conocía casos de peregrinos arrollados, obligados a
hacer malabarismos para evitar el atropello y asustados por automovilistas
pocos diestros, sin cabeza o con mala idea. Persona prevenida vale por tres, o
incluso más.
Mis suelas pisaron asfalto hasta llegar a la entrada de Llano de
Olmedo. Cambié de dirección cuando observé un antiguo crucero cercano a un sendero
saliente de la población. Para acercarme a él crucé una parcela arada pero sin
cultivos. La cruz de piedra estaba ladeada, avisando de su posible caída. Su
deteriorada base escalonada apenas podía sustentarla. En el inicio de su parte
vertical, sobre unas letras difuminadas que no logré descifrar, estaba
esculpido el año 1536, época en la que cronistas católicos extendían por Europa
el contradictorio y polémico ideario del protestantismo.
Los palos pétreos tenían forma cilíndrica. En su cara anterior,
mirando hacia el sureste, el sentido de mi vuelta, estaba esculpido un Cristo
coronado por una aureola que contenía una cruz pateada o de pata de oca,
emblema de la Orden
templaria, y sobre ella el título I.N.R.I. (Iesvs
Nazarenvs Rex Ivdaeorvm: Jesús Nazareno Rey de los Judíos) en forma descendente,
con la parte derecha caída, un signo negativo de tal titulación. En su cara
posterior tenía la Virgen
con un niño que agarraba el pecho izquierdo de su Madre con la mano derecha, la
íntima leche que alimenta la sabiduría, situada sobre el corazón.
El inesperado crucero atrajo mi atención durante un buen rato, su
fuerza era considerable. Después de volverme para mirarlo varias veces mientras
retomaba la carretera secundaria, me crucé con un anciano que iba andando por
el asfalto. Vestía como si fuera por su casa, con zapatillas, bastón, bata y
entendimiento sobre la vida. Preguntó sobre mi marcha, hice un breve resumen,
asintió, me felicitó y contó que el lugar donde estaba el crucero superviviente
se llamaba Las Eras del Cristo.
Digo superviviente porque había otro crucero más al otro lado de Llano
de Olmedo. Hacía más o menos veinte años que cayó al suelo por el abandono y
los golpes de la maquinaria agrícola moderna, y lo retiraron de su sitio. No me
dijo qué hicieron con él, pero afirmó que araron el lugar donde ser erguía sin
dejar huella de su existencia. A la vera de los dos cruceros y rodeado de los
paisanos, el cura del lugar realizaba rogativas u oraciones públicas y echaba
agua bendita hacia los cuatro puntos cardinales. Su verdadero objetivo no era
tanto el bendecir los campos como recordar a la grey quien dirigía sus
conciencias y el pago a la parroquia del diezmo: la décima parte de lo
cosechado, producido o comerciado por la comunidad.
Estos dos explícitos cruceros de siglo XVI, de los que solo
existía uno en posición oblicua cuando yo pasé desafiando la ley de la gravedad
y la de la desidia, eran una prueba más del paso de peregrinos por estas
tierras de campos y del esfuerzo de sus gentes por mantener su buena memoria y
el flujo de almas por sus veredas. Pese a confabulaciones, imposiciones,
torturas y penas empleadas por la ortodoxia católica y su diabólica Inquisición,
calificada por sus ejecutores como Santa.
Como punto y final de su aparición el añoso me acompañó con
alegría un tramo y, valorando mi esfuerzo, acabó el diálogo diciendo:
- Muchas gentes de ciudad están
mal enseñadas. Hacen trabajos de señoritos, de no mancharse las manos. Y si uno
no se mancha las manos trabajando y no anda lo suficiente por el campo no
conocerá las cosas más importantes y hermosas de esta vida.
Retomé el ritmo y me introduje en la provincia de Segovia,
divisando no lejos el pueblo de Villeguillo. Salir del arbolado de pinos por el
que iba me permitió contemplar su extensión. Los árboles ya no me impedían ver
el bosque, al contrario. Los veía erguidos y dispuestos para enseñar el Camino
correcto en la encrucijada, la claridad entre las tinieblas, el grano entre la
paja, la sabiduría entre ignorancia y estupidez, las perdidas llaves del
castillo cerebral entre el enfangado fondo del mar inconsciente, matarile,
rile, ron, chimpón.
Ingresé en Villeguillo y las flechas amarillas me saludaron
efusivamente por creerme perdido. Quise celebrar los descubrimientos efectuados
hasta ese momento regalándome un café con leche grande y caliente en un bar del
pueblo. Saludé a dos lugareños cuarentones que conversaban y les pregunté por
uno abierto a esas horas. Como me sucedió a la ida a hora más temprana, no
había ninguno que abriera sus puertas hasta más tarde. Uno de ellos me preguntó
si peregrinaba, le expliqué, calificó lo que llevaba caminado de hazaña y me
invitó a tomar uno de esos cafés en su casa.
El rostro del villeguillense expresaba el deseo de sincerarse
conmigo. Tomé su actitud como un elogio y acepté la invitación. Su morada
estaba a pie de calle. Nada más entrar me preparó el café acompañado de
panecillos dulces y empezó a hablarme de su querido hijo adolescente, al que le
habían quedado varias asignaturas pendientes en el instituto.
- No tiene ilusión por nada y
pasa de todo – dijo sentándose conmigo a la mesa –. Quiero que vaya a algún
país del Tercer mundo con una O.N.G. para que se dé cuenta de lo que cuestan
las cosas y de lo que merece la pena – me miró con fijeza y su ojos se humedecieron
–. Nadie nos enseña a vivir y el Camino es una auténtica escuela de la vida. Yo
no tengo posibilidad de hacer algo parecido a lo que estás haciendo tú, tengo
muchas ataduras. Además, mi trabajo como agricultor es una tarea simple,
monótona y sin mucho valor.
Abrí mi libreta de apuntes y, con su permiso, leí la frase
atribuida a Marco Tulio Cicerón, aquella que habla de la agricultura como
profesión propia del sabio, la más conveniente para los humildes y la más digna
para los hombres libres. Reflexionó la frase y, algo más convencido de la
utilidad de su labor, esbozó media sonrisa y continuó:
- Con el tractor y el arado
mecanizado he desenterrado platos, vasos, vasijas y denarios romanos de plata.
Pero gracias a la ley he tirado todo lo que he encontrado para no complicarme
la vida.
Unos cuantos agricultores me habían hablado ya de lo mismo y con
el mismo pesar. Después de descubrir reveladores materiales del pasado, muchos
campesinos han sido despojados de sus tierras por las autoridades, y la Ley de Patrimonio Histórico de
1985, sin recibir indemnización alguna. Como consecuencia, los labradores
actuales no quieren ver, ni oír, ni saber nada sobre arqueología oficial. Si
encuentran algo lo rompen o lo tapan, lo llevan lejos de sus terrenos o lo
guardan en silencio.
- La maquinaria social – prolongó
– impide que desarrollemos todo nuestro potencial mental. Los sueños, por
ejemplo, son auténticas revelaciones. Cuantos más destapas, más cosas descubres
del pasado, del futuro, de la realidad y de nosotros mismos – miró al suelo y
agrandó la sonrisa –. Hace unos años tuve un problema con el tractor y encontré
la solución en uno de mis sueños.
- ¿Cómo?
- El motor se estropeó, lo
desmonté y lo volví a montar con nuevas piezas varias veces, pero no funcionaba
bien. En el sueño de aquella noche vi la pieza que estaba mal montada, a la
mañana siguiente la puse bien y arranqué el motor al instante, sin problemas.
No se equivocaba el labrador, apenado por las circunstancias y
ataduras de su vida, como tantos otros prójimos. Salí de Villeguillo dejando
atrás los motores ruidosos e impulsores de agua para el riego de las parcelas
cultivadas, con aspersores incluidos. Los pinos resineros recibieron mi llegada
con aplausos de sus ramas sin salpicarme restos de su pegajosa y abundante
resina. Bordeando el río Eresma entre los aludidos árboles, cuyos troncos
acompañaban retamas y tomillos, oteé a no mucha distancia la localidad de Coca,
la antigua Cauca romana que esperaba para albergarme. Cuando llegué al
Ayuntamiento un representante selló mi credencial y me dio la llave del
albergue cedido a los peregrinos: la antigua casa del maestro.
Comí en el sencillo restaurante La Muralla. A cambio de 1000
pesetas me sirvieron una ensalada de endivia, cebolla, pimiento rojo y trozos
de bacalao, huevos rotos o estrellados con patatas fritas y una rodaja melón de
postrero, acompañado de pan, vino y
buena atención. Reposé la digestión en corta siesta, estirado sobre el aislante
y el saco de dormir, arrullado por los ecos de pretéritas clases de enseñanzas
primarias. A las 16:30 horas me aproximé
al castillo de Coca, observando sus dos partes cuadrangulares: la externa
rodeada de un profundo y amplio foso, y la interna y más elevada con estrechas
troneras, almenas y torres.
Crucé el foso por el puente de acceso, pagué 265 pesetas en la
taquilla y me reuní con seis personas más que esperaban al guía, pues la visita
al monumento era guiada y no se podía hacer a capricho. El guía apareció unos
minutos después con una sonrisa amable, saludó e indicó que en el interior del
castillo estaba instalada desde el año 1958 la Escuela de Capacitación
Forestal, donde se forma a los guardabosques, por ese motivo no se podía
acceder a todo el recinto amurallado. Caminando hacia la torre del homenaje nos
hizo un comentario histórico subrayando el importante papel de Antonio Fonseca en
la construcción del castillo.
Paramos en la capilla, llamada así por contener varias imágenes y
tallas religiosas, aunque nunca cumplió esa función. Subimos una estrecha
escalera con peldaños de ladrillo y llegamos a la sala de armas, estancia
cúbica. La estructura, la decoración con mosaicos geométricos de colores
azules, blancos y rojos (los tres colores principales de la obra alquímica) y las
nervaduras góticas del techo abovedado no cumplían con las funciones militares
que le adjudicaba el nombre.
Ascendimos más peldaños estrechos de ladrillo y entramos en la
sala museo, con las mismas dimensiones que la anterior y una ventana arqueada
de dos arcos dividida por una columna. Las paredes con motivos geométricos de
color rojo albergaban algunas piezas arqueológicas romanas junto a mosaicos
renacentistas del siglo XVI. Tampoco se sabe para qué utilizaban esta estancia.
En la larga y espaciosa galería contigua al museo, contemplamos armas y
armaduras de los siglos XVI y XVII, y fotos del castillo hechas antes y después
de su restauración.
Sobre nuestras cabezas teníamos el mirador, el punto más elevado
de la torre del homenaje. Esta torre, situada en la zona más protegida, era la estructura
principal del castillo medieval y su recinto podía aislarse del resto de la
fortaleza en caso de ataque. Sus muros contenían las estancias del señor y de
su corte, donde se despachaban los asuntos más importantes, almacenes de víveres
para resistir asedios y, en su zona inferior, un pasadizo largo, secreto y subterráneo cuya salida daba a un lugar alejado.
El nombre le viene por practicarse en ella la ceremonia del homenaje.
Con este acto el señor feudal confiaba al vasallo
la custodia de un feudo a cambio de auxilio y consejo. Era un rito de
naturaleza religiosa con obligaciones recíprocas, diferente al de dominación
señorial y sin escape de los señoríos como el de Coca, pues el feudalismo era un
estado espiritual, una comunidad de espíritus libres y laboriosos. La palabra
homenaje deriva de homenatge, voz
occitana, provenzal, cátara, catalana o del Languedoc, feudos medievales donde
se utilizaba la lengua de oca, habla de argot con significados ocultos y que da
nombre al arte gótico.
En el paseo de ronda o adarve descubierto
permanecimos unos minutos, admirando el paisaje ofrecido por la altura del
monumento. Una magnífica vista de los pinares, las poblaciones circundantes,
los restos de muralla medieval, la iglesia de Santa María la Mayor y la torre de San
Nicolás: un minarete o alminar musulmán anterior al siglo XII. Y en la galería
norte ojeamos copias de algunos documentos antiguos relacionados con el
castillo y la villa de Coca.
Fuimos a la otra torre que se podía visitar y
pasamos por la sala de los peces, cuyo interior lucía un extraño hueco de baja
altura, poca profundidad y bóveda de cañón con motivos mudéjares, así como figuras
geométricas con lados ondulados y colores azules y rojos que alguna imaginación
ha querido relacionar con peces. Entramos en la sala de los jarros, con la estructura
geométrica de un dodecágono regular y cúpula semiesférica por techo. Noté algo
especial nada más pisar el suelo. El guía nos invitó a poner las espaldas en
uno de los doce lados, donde solo cabía una persona, luego se puso en el lado
del dodecágono que había frente a mí y aseguró:
- Usted puede oírme, pero quien está a su lado no puede oír nada de lo que estoy diciendo.
Cambió de lado y continuó hablando, pero dejé de
oír lo que decía. Cada persona solo podía oír lo que decía la persona que tenía
en frente, ni siquiera se podía escuchar a la persona que hablaba en el lado de
al lado, a la que se podía tocar con la mano. La impresionante acústica avisaba
de un uso misterioso.
- A esta sala también la llaman la sala de los secretos - añadió el guía.
- ¿Y qué secretos se decía aquí? - le interrogó una visitante.
- Si se supieran, ya no serían secretos - resolvió con una sorisa.
La bóveda semicircular y los doce lados de las
paredes proporcionaban sonoridad y energía especiales. Cada lado estaba decorado
y dividido por dibujos de arquerías mudéjares de color negro, blanco y rojo,
base de los cuales era una banda geométrica entrelazada, emblema de unión entre
los reunidos. Dibujadas con trazos negros, dos largas plantas a la altura de la
espalda acogían la columna vertebral.
A la altura de la cabeza surgía de ellas
una gran flor con dos pétalos, de cuyo interior brotaba una especie de gran
lengua vegetal. Y sobre las cabezas, los doce jarros con trazos negros y rojos,
símbolo de la inteligencia suprema.
Con la impresión de la
sala de los secretos bajamos a la que llaman sala de acceso a la mazmorra.
Debajo de la ventana que daba al exterior destacaba la talla de una Estrella de
David o Sello de Salomón, estrella de seis puntas, seña de identidad de los
judíos y de Israel según la historiografía oficial. Geometría en la que encajan
los copos de nieve y que en realidad representa la vibración primordial, el
principio que impregna la creación, el sistema nervioso invisible que recorre
el universo conectando todas las cosas, el nombre impronunciable de Dios, el
vínculo entre nuestro mundo interior y el mundo exterior.
El suelo de esta
sala tenía un agujero estrecho y abovedado que conectaba con la mazmorra por el
que no cabía el cuerpo de una persona. El guía contó que estaba hecho así para dar de
comer y evitar la huída de los encarcelados en la mazmorra, a quienes se
introducía por la puerta de abajo, y que fue prisión de grandes señores como Gaspar
Pérez de Guzmán y Gómez de Sandoval y Rojas, IX duque de Medina Sidonia. Estos
datos no me cuadraron porque a los nobles de alto rango no los encerraban en
lugares como este y seguían disfrutando de los privilegios de su casta incluso
en presidio.
La sala de acceso a la mazmorra y la mazmorra no
eran nada de eso. El agujero que las une es un hueco con finalidades especiales... (sigue)
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