El renacentista, protestante, humanista y reformador siglo XVI fue
condimentado por el movimiento de los alumbrados o iluminados. Esta llamativa
iluminación religiosa surgió en Castilla y se desarrolló mucho en al-Andalus
tras la conquista del Reino Nazarí de Granada por ejércitos católicos. Los
creadores de esta tendencia utilizaron en sus prácticas ritos franciscanos y la Inquisición no les
molestó en ningún momento. Utilizaron estas ceremonias prestigiosos monjes
católicos que escribieron mucho sobre moralidad, fe y grandeza de un Dios
alejado del hombre, asegurando caer en éxtasis místicos o elevaciones
espirituales, imitando técnicas y experiencias vividas por perfectos cátaros y
otros místicos, como quietistas, begardos y dejados...
Con estos hipotéticos arrobamientos estuvieron relacionados los
católicos y santificados Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Francisco de Borja,
Teresa de Jesús, Juan de la Cruz
y Pedro de Alcántara, personajes incluidos en el primer Siglo de Oro de la
literatura castellana.
Juan de Ribera pertenecía a la alta nobleza castellana como hijo bastardo de Per
Enríquez-Afán de Ribera, quien fue duque de Alcalá de los Gazules (Cádiz),
marqués de Tarifa (Cádiz), conde de los Molares (Sevilla), adelantado y notario
mayor de Andalucía, Virrey de Cataluña y de Nápoles, y uno de los favoritos del
papa Pío IV (Giovanni Angelo de Medici). Felipe II propuso a Juan de Ribera
como obispo de Badajoz y Pío IV lo nombró en 1562, cuando Juan tenía treinta
años de edad. En esta diócesis desarrolló el trabajo que le asignó Juan de
Ávila, clérigo aristócrata y judío muy relacionado con los fundadores de la Compañía de Jesús, redactando y
publicando los decretos doctrinales decididos en el Concilio de Trento el año
1563 y persiguiendo, con mucho ruido y pocas nueces, la herejía protagonizada
por los iluminados o alumbrados.
Entre 1568 y 1569, el papa Pío V (Antonio Ghislieri) lo nombró irónicamente
Lumen totius Hispanae (Luminaria de toda Hispania), arzobispo de Valencia y
patriarca de la distante Antioquía (ciudad turca situada entre la isla de
Chipre y la ciudad siria de Alepo): cruce de rutas comerciales, donde se empezó
a llamar “cristianos” a los seguidores del Cristo esenio. Felipe II lo nombró
virrey de Valencia y le encomendó la misión de convertir al catolicismo a los mudéjares
valencianos, pero sus visitas y sermones, recogidos en numerosos tomos, no
dieron los frutos deseados. Juan de Ribera acabó recomendando a Felipe III,
hijo de Felipe II y rey desde el año 1598, la redacción de un decreto para su
inmediata expulsión en 1609. Juan de Ribera fundó además en Valencia el Real
Colegio y Seminario del Corpus Christi con organización jesuita y reorganizó su
Universidad bajo las mismas pautas. Pío VI (Giovanni Angelo Braschi) lo
beatificó en 1796 y Juan XXIII (Angelo Giuseppe Roncalli) lo canonizó en 1960.
Teresa Cepeda, cuadro de José Ribera, siglo XVII |
Teresa de Cepeda y Ahumada, renombrada como Teresa de Jesús, era hija de Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz
Dávila y Ahumada, miembros de otras familias nobles y castellanas que lavaron
su alto linaje de origen judío con el nuevo catolicismo de tintes cristianos. A
comienzos de noviembre del año 1534, con diecisiete años, entró en el Convento
de la Encarnación
de Ávila, regido por monjas carmelitas. Este monasterio pertenecía a la Orden de Nuestra Señora del
Monte Carmelo.
Antes de seguir con Teresa,
conviene saber que esta congregación católica fue fundada en Palestina por Berthold Avogadro, también conocido
como san Bertoldo o san Bartolomé. Este personaje de la nobleza franca viajó a
Tierra Santa como cruzado y el año 1155 subió al Monte Carmelo, promontorio
sagrado desde tiempos primitivos y cercano a la ciudad portuaria de Haifa,
donde se hizo ermitaño y creó una pequeña comunidad con otros eremitas. La Regla Carmelita
fue escrita en 1209 por Alberto Avogadro,
obispo de Vercelli, patriarca latino de Jerusalén y hermano del primer ermitaño
carmelita Berthold Avogadro. Sus normas eran rigurosas en extremo, pues
obligaban la vida en soledad, pobreza y sin comer ningún tipo de carne.
Durante su primer año como monja novicia carmelitana y pese a sus
normas menos estrictas, la salud de Teresa de Cepeda se resintió, padeciendo
desmayos, taquicardias y otros síntomas relacionados al parecer con la
ansiedad. Para evitar males mayores, el priorato carmelita y su padre acordaron
sacarla del convento y llevarla con su familia hasta que se reestableciera. Al
comenzar las alteraciones primaverales de 1537, sufrió unos indeterminados
ataques en casa de su padre que la dejaron impedida durante más de dos años. Su
crónica dice fue sanada a mediados del año 1539 por san José, el esposo de la Virgen María y padre putativo
de Jesús de Nazaret en el Nuevo Testamento.
Teresa de Cepeda reingresó poco después en el convento de la Encarnación exenta de
clausura y con permiso para recibir visitas, bajo la dirección de un dominico
llamado Vicente Barrón, encargado de
orientar su conciencia y futuros esfuerzos. La santa declara en su biografía
que, con expresión de enfado por el familiar trato que mantenía con los
visitantes, se le apareció Jesucristo el año 1542 en el locutorio del convento
(estancia dividida por una reja donde los visitantes pueden hablar con las
monjas). No obstante, Teresa continuó tratando con personas ajenas al convento
de la Encarnación
hasta 1555, año en que una imagen de Jesús crucificado la convenció para dejar
de recibir visitantes en el convento, la misma fecha en que los jesuitas
fundaron en Ávila el primer colegio de la
Compañía de Jesús.
El primer confesor jesuita de Teresa fue el
joven Diego de Cetina, noble instruido en las universidades de Alcalá de
Henares (1546-1550) y de Salamanca (1550-1554), con veinticuatro años se ocupó
de darle las primeras lecciones doctrinales. Diego de Cetina sería sustituido
por Juan de Prádanos, otro ilustrado jesuita de veintisiete años cuyas
lecciones supusieron para Teresa grandes favores espirituales y un primer
contacto con el éxtasis... (sigue)
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